Por una que podríamos considerar extraña tendencia humana, en la dirección de las sociedades las grandes decisiones suelen depender del talante de un solo individuo.
Esto se da, desde luego, en las monocracias, en las que por definición la soberanía reside en en un rey, emperador, dictador o como quiera denominárselo. Pero el fenómeno también se presenta en los regímenes colegiados, los de separación de poderes y de democracia bien sea directa o semidirecta.
La influencia decisiva de la acción individual se advierte incluso en los procesos revolucionarios, en que equivocadamente se cree que la fuerza impulsora depende de las masas, cuando en realidad procede de grupos relativamente cerrados que se aglutinan y movilizan gracias a la acción de individualidades vigorosas.
«El Tren de Lenin», de Catherine Merridale, ilustra de modo fehaciente sobre cómo la revolución comunista en Rusia se forjó básicamente a partir de la tenacidad obsesiva de Lenin. Y lo mismo podría decirse acerca del fascismo en Italia, que solo se entiende a partir de Mussolini; del nazismo, en Alemania, que es obra de Hitler; o de la Revolución Cubana impulsada por Fidel Castro, por no hablar del peronismo en Argentina o el chavismo en Venezuela.
La modernidad política se ha propuesto reducir al mínimo esas influencias individuales en el gobierno de las sociedades, bajo la idea de que el mismo debe reposar en la voluntad abstracta de la ley y no en la específica del gobernante. Pero se trata de un ideal difícilmente alcanzable. El gobernante incide en la formación, la interpretación y la aplicación de la ley, y así se lo rodee de cortapisas, como las que entraña la separación de poderes, si es lo suficientemente hábil y decidido puede saltárselas valiéndose de distintos recursos tanto regulares como irregulares, tal como lo hizo Santos.
El estudio de la personalidad de los gobernantes y su influencia sobre las decisiones que toman es objeto de publicaciones tan interesantes como «Esos enfermos que nos gobiernan«, de Pierre Acocce y Pierre Rentchnick; «Ces Don Juan qui nous gouvernent», de Patrick Girard, o «Ces psychopathes qui nous gouvernent», de Jean-Luc Hees.
La debilidad física, la perturbación mental y lo que quizás es peor, la deficiente estructura moral del gobernante pueden acarrear severos perjuicios para las comunidades.
Avanzo en la lectura del libro de David Owen: «En el Poder y la Enfermedad-Enfermedades de jefes de estado y de gobierno en los últimos cien años«. Owen es médico y ha desarrollado una interesante carrera política en el Reino Unido, tanto en el parlamento como en el gobierno. Fue ministro de Salud y después de Asuntos Exteriores bajo el gobierno laborista de James Callahan entre 1977 y 1979.
Muchos gobernantes han tomado decisiones desacertadas y puesto en riesgo a sus gobernados bajo el peso de severos malestares físicos y el efecto de medicamentos supuestamente tomados para superarlos. Es célebre el caso de Hitler. Se sabe también que Kennedy tuvo que afrontar la crisis de los misiles en Cuba bajo el efecto de fuertes dosis de antibióticos que estaba tomando para combatir una blenorragia contraída por su promiscuidad sexual. Se cuenta también que en medio de una traba de marihuana con una de sus favoritas le dijo riéndose: «Qué tal que los rusos atacaran en este momento». Era un desastre como persona.
Las diversas manifestaciones de patología mental hacen estragos. Un caso célebre es el del presidente Wilson, a quién suplantó su esposa en las funciones de gobierno. Ward menciona además los episodios de depresión que afectaban a Churchill e incluso a De Gaulle, que en algún momento contempló la posibilidad del suicidio.
Pero el gran tema de Ward es de orden moral, aunque se lo trata desde una perspectiva neurológica: el sindrome de hubris.
«El término ‘hubris’ o ‘hybris’ (ὕβρις, hýbris) es un concepto griego que significa ‘desmesura’. Es lo opuesto a la sobriedad, a la moderación. Alude al ego desmedido, a la sensación de omnipotencia, al deseo de transgredir los límites que los dioses inmortales impusieron al hombre frágil y mortal. En la mitología griega se aplicaba a los que víctimas de su propia soberbia, se creían y actuaban como dioses. Es, en definitiva, un intento de romper el equilibrio entre los dioses, la naturaleza y el hombre. Y lleva implícito el desprecio hacia el espacio de los demás, lo que los lleva a realizar actos crueles y gratuitos contra ellos.» (El síndrome de hubris).
Owen y el psiquiatra Jonathan Davidson proponen que el SH (Síndrome de Hubris) se considere como un nuevo trastorno psiquiátrico, adquirido a raíz del ejercicio del poder, que da lugar a un deterioro del sentido de la realidad. Quienes lo padecen creen estar llamados a realizar grandes obras, se consideran omnipotentes y son incapaces de escuchar, mostrándose impermeables a las críticas. En ellos se puede advertir el trastorno narcisista de la personalidad.
Owen examina, entre otros,el caso de Anthony Eden, quien arruinó una brillantísima carrera política en la crisis de Suez en 1956. Sufría por ese entonces severos trastornos de salud, tenía que someterse a medicamentos fuertes, pero, sobre todo, había perdido su habitual compostura. Sus errores de juicio lo precipitaron a la más humillante de las derrotas cuando decidió utilizar la fuerza de las armas contra Nasser.
Bueno sería hacer un escrutinio de la presencia de este trastorno en los políticos que aspiran a gobernarnos. Desafortunadamente, la Constitución Política no contempla dentro de los requisitos de elegibilidad un certificado de salud mental, como tampoco otro de aptitud moral. Y no prevé dispositivos adecuados para impedir que el trastorno haga de las suyas respecto de gobernantes en ejercicio.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: septiembre 19 de 2019
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