Pese a la insidiosa y dañina estigmatización que sus arteros enemigos han promovido contra el expresidente y hoy senador Uribe Vélez, su propuesta de los «tres huevitos» mantiene toda su vigencia.
En un país en que el Estado se halla a punto de sucumbir frente a la amenaza de poderosísimas fuerzas criminales, el rescate de la autoridad es un imperativo prioritario. Como lo dice paladinamente la Constitución, las autoridades de la república están instituidas para garantizar los derechos fundamentales de los habitantes del territorio y es deber principalísimo del presidente velar por la conservación del orden público y restablecerlo donde fuere turbado, haciendo uso de las atribuciones que se le han conferido y dentro de los límites previstos para las mismas.
Esto es elemental, pero entre nosotros han hecho carrera desde hace tiempos extrañas tesis según las cuales el ejercicio firme de la autoridad para combatir a los alzados en armas dizque es «guerrerismo» y la mejor manera de hacerlos entrar en razón es el diálogo claudicante, sobre todo cuando son más agresivos y vigorosos.
El resultado de esas tesis está a la vista: Colombia se encuentra constreñida por la camisa de fuerza de un NAF que no garantiza paz, sino la continuidad de un estado de cosas cada vez más deletéreo.
Sus beneficiarios constituyen apenas un grupo residual de las Farc, pues al parecer el grueso de esa guerrilla continúa comprometido con el narcotráfico y el desconocimiento del orden jurídico. A esas mal llamadas «disidencias» de las Farc se suman el ELN, el EPL, las bandas criminales de distinto pelambre («Clan del Golfo», «Caparrapos», etc.) e incluso los cárteles mexicanos que se aprovechan del crecimiento desmesurado de los cultivos de coca que permitió e incluso estimuló el desgobierno de Santos.
Agréguese a ello la conspiración orquestada desde el exterior por los gobiernos de Venezuela y de Cuba, para darse cuenta de que hay condiciones de inseguridad que hacen ilusoria la garantía de los derechos.
En vastos sectores del territorio, incluyendo núcleos urbanos como Medellín o Cali, lo que rige es la ley de la selva, tal como puede advertirse si se examina el aumento de las tasas de homicidio. Le oí decir a Juan Carlos Vélez, actual candidato a la alcaldía de nuestra ciudad, que el 70% de su territorio está controlado por más de 300 «combos» criminales.
La seguridad no es una consigna de derechas ni de izquierdas, sino la más elemental de un conglomerado que aspira a convivir dentro de un marco de civilización. Quien estudie cómo esta se hizo posible en Europa tendrá que aceptar que se la logró gracias a la autoridad de la monarquía. Sin esta, la república que impuso la modernidad habría sido inviable.
James Carville, asesor de Bill Clinton, fue el inspirador de su famoso lema de campaña, «Es la economía, estúpido», que contribuyó a darle el triunfo en la contienda presidencial que lo enfrentó a George Bush padre (vid. Así nació la frase dirigida a un estúpido).
En otras épocas los dirigentes de las sociedades más o menos podían darse el lujo de ignorar la importancia de la economía en el orden político. Pero hoy esa ignorancia es simple y llanamente criminal, como lo vemos en Venezuela. Sin una buena economía es imposible garantizar la función social del Estado que tanto encarece nuestra Constitución. Y, algo que ignoraba Marx y han ignorado sus seguidores, esa buena economía reposa sobre la iniciativa y el tesón de los empresarios. Estos son los que garantizan las tasas de crecimiento que hacen posible dar empleo adecuadamente retribuido, ofrecer bienes y servicios a precios asequibles, racionalizar el uso de los recursos productivos y, en suma, modernizar las sociedades.
Acá también una izquierda delirante ha hecho daño tras daño, sometiendo a los empresarios a intervencionismo excesivo, tasas impositivas prácticamente confiscatorias, cargas sociales imposibles de soportar, etc.
Tengo a la vista el caso chileno. La Concertación que sucedió a Pinochet tuvo claro que había que estimular al empresario. Ahí prevalecían elementos provenientes de la vieja izquierda que había llevado a Allende al poder y a su estruendoso fracaso. El régimen militar arrojó a muchos al exilio. Unos se fueron para la Europa del este y vieron que el socialismo no era tan bueno como lo pintaba la propaganda. Otros recalaron en Europa occidental y Estados Unidos, donde vieron así mismo que el capitalismo no era tan malo como lo describían los ideólogos. Llegaron, al igual que los chinos, a la conclusión de que en cuestiones de economía hay que ser pragmáticos y formularon la teoría del «goteo»: hay que producir para luego distribuir, pero sin torcerle el pescuezo a la gallina de los huevos de oro. Es lo que Álvaro Gómez Hurtado en cierto momento llamó «desarrollismo», una idea que es indispensable rescatar en la Colombia de hoy.
Pero el crecimiento económico hay que concebirlo en función del desarrollo social, es decir, del mejoramiento de las condiciones de vida de las comunidades. Es lo que Uribe Vélez recalca en torno de la cohesión social, que no se obtiene mediante acciones populistas de corto alcance y precarios resultados, sino a través de políticas públicas bien diseñadas y correctamente aplicadas. No es la garrulería de un Petro ni la gritería de una Claudia López lo que consigue buenos logros, sino la inteligencia fundada en la seria consideración de realidades que de suyo son complejas.
Todos estos temas podrían ser objeto del gran acuerdo nacional que desafortunadamente no ha podido lograr el presidente Duque, cuya sintonía con la opinión pública y el partido que lo llevó al poder se advierte que es bastante precaria, al tenor de lo que registran las encuestas.
Alberto Lleras propugnaba hace años la necesidad de congregar las voluntades de los colombianos en torno de grandes propósitos nacionales. Nunca es tarde para intentarlo. Mejor dicho, hoy quizás más que nunca antes es indispensable promover esos acuerdos.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: septiembre 5 de 2018
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