Juan Manuel Santos, había prometido no volver a opinar sobre política, ni menos de temas de Estado; decía querer dedicarse a sus nietos, conferencias internacionales como Nobel de paz, y a disfrutar de la lectura. Mintió, es su naturaleza.
Desde hace días se tiene conocimiento que el mismo Juan Manuel Santos influye en decisiones de la Corte Constitucional y presiona en otras cortes para jugar su ajedrez. Nunca creí en la retirada generosa de Santos; el expresidente es un hombre obsesionado con el poder.
Lo que perdió Santos en las elecciones presidenciales fue precisamente el poder. Esa derrota tuvo efecto domino en la arquitectura política construida entorno al acuerdo de impunidad de La Habana. Por eso su angustiosa reaparición.
El artículo publicado en página entera en El Tiempo y en el diario El País de Madrid es su aparición oficial en asuntos políticos y de Estado como expresidente. Lo hace para barnizar el acuerdo que por sus propios hechos y defectos se desmorona sin que nadie pueda detenerlo ni ocultarlo.
El acuerdo de impunidad fue diseñado como política de gobierno, no como política de Estado. Esa diferencia es la causa y división del proceso de paz, que por su carácter impositivo y errático se sumerge entre sus propias equivocaciones y errores.
La verdad no puede refundirse así de fácil con la necesaria aplicación de impartir Justicia a los actores de crímenes atroces y responsables de haber convertido a Colombia en santuario del narcotráfico en todas sus dimensiones.
Santos, argumenta en su artículo que el acuerdo tiene respaldo internacional y seguimiento de instituciones académicas y organizaciones internacionales como la ONU. Esos argumentos son ciertos desde la percepción internacional, pero inciertos desde la aplicación regional. Santos reaparece para atizar el fuego de la división interna y para empujar contra las cuerdas en el contexto internacional al presidente Duque y presentarlo como enemigo de la paz y del acuerdo.
Dejar la paz en paz, como lo exige Santos, es olvidarnos de los argumentos expuestos en el debate plebiscitario que siguen vigorosos y se fortalecen cuando observamos cómo se pavonean por el Congreso de la República los integrantes de la banda terrorista Farc sin cumplir con lo acordado: ni un día de siembra de tomates.
Dejar la paz en paz, es olvidarnos de Santrich, el paisa, Romaña, y el camarada Iván Márquez, quienes según informes de inteligencia militar regresaron a la administración de las rutas del narcotráfico y a la reorganización de las Farc.
Santos, pretende con su artículo académico, hacernos olvidar que la JEP (el tribunal que el sigue presentando como único en el mundo) es un tribunal de papel, metido en escándalos de corrupción, roscas burocráticas y convertida en agencia de favores de los integrantes de las Farc.
La verdad es necesaria, claro que sí. Necesaria para la reparación y reconciliación de la sociedad, de las víctimas y victimarios, y referente de lo que pasó y no debe volver a pasar. Santos, insisten en impedir que se ejerza justicia transicional contra los integrantes de la Farc; para él y para los aliados del proceso es más importante imponer su verdad a costa de sepultar la justicia.
La Justicia es un derecho democrático y universal, negarla o permitir que se archive para disfrutar de vientos tenues de paz, es la negación de la propia verdad. La Justicia es el triunfo de la civilidad, de las víctimas, de la misma sociedad. Triunfo que no tiene los quilates de victoria o derrota del adversario, es la conquista de la verdad a través de la Justicia.
Santos, olvido que perdió las elecciones y que el presidente Duque debe honrar sus tesis de campaña, entre ellas, lograr verdad, justicia y reparación, cimientos necesarios para dejar la paz en paz.
Santos tiene el derecho a defender su acuerdo de impunidad, pero nosotros tenemos el derecho a seguir exigiendo justicia todos los días de nuestra existencia, no hacerlo, es claudicar ante nuestros propios principios políticos, ideológicos y democráticos.
Publicado: agosto 13 de 2019