Raymond Aron solía resumir así una célebre frase del filósofo Spinoza: «En los asuntos humanos, no aplaudir ni deplorar, sino comprender».
Es bueno traerla a colación para reflexionar sobre los 200 años de la Batalla de Boyacá, que puso término al régimen virreinal en el centro del país. A partir de ahí, en poco tiempo los vestigios del mismo en el norte y el sur desaparecieron por completo. Pero no hay que ignorar que Santa Marta y Pasto trataron de perseverar sin éxito por algún tiempo más en su lealtad a la Corona.
Es evidente que lo que triunfó por esas calendas fue un movimiento revolucionario, algo así como un coletazo de las revoluciones norteamericana y francesa, hijas a su vez de la que los ingleses han denominado la «Gloriosa Revolución» de 1688. Todo este movimiento se inspira en las ideas de la Ilustración o, como se dice hoy, de la Modernidad. Pero tras ellas hay que considerar una variada gama de intereses políticos y sociales que contribuyeron a catapultarlas, difundirlas e imponerlas.
Desde el punto de vista político, esas ideas, enderezadas contra el absolutismo monárquico, el régimen imperial español, la hegemonía de la Iglesia y la estructura de castas de la sociedad, promovieron la consagración de la república, la independencia nacional, el régimen constitucional, la protección de las libertades individuales y la instauración de la democracia como expresión de la soberanía popular.
Estas ideas deben entenderse dentro del contexto de los tiempos en que se las formuló y han evolucionado. Además, hay que considerar sus modos de inserción en la vida colectiva. Involucran propósitos cuya realización no siempre ha obedecido a sus designios iniciales.
El principio republicano, que según algunos comentaristas es el primer aporte de la revolución de independencia norteamericana, es ajeno a la inglesa y solo después de muchas vicisitudes terminó imponiéndose en Francia en 1875. Entre nosotros se lo fue adoptando con cierta timidez en los años iniciales de la Independencia, cuando se proclamaba la lealtad a Su Majestad Fernando VII, pero siempre y cuando viniera a reinar entre nosotros. Ya en 1811 Cartagena sacudió ese yugo y, tras ella, el resto de las provincias, con excepción, repito, de Santa Marta y Pasto. La república es, pues, la forma política opuesta a la monarquía, pero su proclamación no significó que de hecho se la tomara de acuerdo con lo que la palabra significa: cosa del pueblo, asunto de todos. Desde un principio se la interpretó como cosa de pocos, vale decir, de grupos elitistas que, sin embargo, se autoadjudicaban la vocería de las comunidades. Solo con la evolución la idea republicana se ha tornado, como ahora se dice, más incluyente.
La soberanía nacional es una idea francesa que cobró forma durante la Revolución. La nación como colectividad política fundamental, titular de la soberanía que antes reclamaban para sí los reyes, es ante todo una idea que poco a poco se fue plasmando como realidad política frente al pluralismo de los imperios y los viejos localismos o provincialismos.
Es interesante observar cómo a raíz de la crisis del imperio español las comunidades locales y provinciales empezaron a reivindicar su soberanía, es decir, el derecho a organizarse y darse su propio gobierno. A no dudarlo, esta es una idea medieval que, como lo hizo ver Leopoldo Uprimny en un sonado debate hace más de medio siglo, viene de la tradición del iusnaturalismo católico. Lo de que la Nación es el sujeto histórico-político por antonomasia, como quedó consagrado en nuestra Constitución de 1886, no es algo evidente de suyo y probablemente nuestra evolución más reciente suscita fuertes reservas frente a dicho enunciado.
Pero, dando por hecho que a partir del proceso libertador cuajó algo así como una nación colombiana, o lo que Bushnell ha denominado «una nación a pesar de sí misma», ¿qué tan independiente y soberana ha sido y es? Al fin y al cabo, cada Estado se inscribe dentro de constelaciones no solo interestatales, sino supraestatales, que condicionan de distintas maneras su autonomía, que tocan en buena medida con factores económicos e incluso culturales. El nuestro no escapa a esas realidades.
El proceso de independencia comenzó con una abrumadora expedición de Constituciones con las que se pretendía dar forma a las nuevas colectividades y superar el régimen español, que se consideraba despótico y opresor. Qué tanto lo era, es asunto abierto a discusión. Alfonso López Michelsen, al denunciar el prejuicio antiespañol, sostenía, por ejemplo, que con la creación de la Real Audiencia de Santafé de Bogotá se instauró el Estado de Derecho entre nosotros. Pero, ¿cuán eficaz ha sido acá el régimen constitucional? Hace poco escribí, parafraseando un texto del venezolano Asdrúbal Aguiar, un artículo sobre la historia inconstitucional de Colombia. A no dudarlo, el ya tristemente célebre NAF ha hecho trizas nuestra institucionalidad jurídica.
Los colombianos solemos ufanarnos de nuestro régimen de libertades públicas y garantías sociales. Si nos comparamos con varios de nuestros vecinos, ese timbre de orgullo parece estar justificado. Pero en la práctica es un régimen que deja no poco qué desear. Una cosa son las libertades y garantías formales; otra distinta, las reales. Ahí tenemos un trecho largo para recorrer. Y si hemos avanzado en el control de la actividad policial, la existencia de una justicia ideologizada, politizada y corrompida, amén de ineficiente, suscita severas dudas sobre las bondades de nuestro régimen.
La batalla contra el Antiguo Régimen, que se caracterizaba por apoyarse en la Monarquía, la Iglesia y la Nobleza, se libró en nombre de la soberanía popular y la igualdad, conceptos ambos que derivan en la instauración de la forma democrática de gobierno, tal como la definió el presidente Lincoln en el muy célebre discurso de Gettysburg: «Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo».
Carl J. Friedrich ofrece una interesante distinción entre la democracia como forma política y como forma de vida. Como forma política, la nuestra ha evolucionado a través del sistema de partidos y el régimen electoral, que sufrieron severas modificaciones a partir de la Constitución actualmente en vigencia, y corren el riesgo de padecer otras más a medida que se desarrolle lo pactado en el NAF. Hay que decir que nuestro régimen político democrático ha sido y sigue siendo bastante defectuoso. Pero, no obstante nuestro inveterado apego por los procesos electorales, conviene preguntarnos por el segundo aspecto que señala Friedrich, la forma de vida democrática, vale decir, la democracia como cultura.
En un escrito que en su momento gozó de cierta notoriedad, titulado «La Estirpe Calvinista de Nuestras Instituciones», Alfonso López Michelsen observó la incongruencia de un régimen democrático inspirado en la reforma protestante con una sociedad de tradición católica como la nuestra. Según su modo de ver, el dogmatismo católico no favorecía la instauración de una cultura democrática. Paradójicamente, pero desde otras perspectivas, Laureano Gómez compartía esa opinión.
Es posible que este debate carezca hoy de actualidad, habida consideración de la evolución de nuestra religiosidad en estos tiempos, así como de la que ha experimentado la Iglesia en las últimas décadas.
Pero hay otro aspecto de nuestra cultura política que la hace poco compatible con la forma de vida democrática: la intolerancia y la poca disposición a aceptar reglas de juego, el «fair play» de los ingleses, que nos hace proclives al recurso de la fuerza para imponer nuestros puntos de vista.
A pesar de los bienintencionados alegatos que suele hacer Eduardo Posada Carbó, no podemos ignorar nuestra deplorable tradición de violencia política, que comenzó precisamente con la Independencia.
Ya durante la «Patria Boba» estábamos guerreando entre nosotros mismos. Y las guerras civiles fueron una constante a lo largo del siglo XIX, hasta la crudelísima de los «Mil Días» que culminó en 1902. Cierto es que la primeras décadas del siglo XX fueron relativamente pacíficas, pero ya a fines de la década de 1920 y a lo largo de la República Liberal que se impuso entre 1930 y 1946 fueron dándose manifestaciones que desembocaron en la atroz Violencia de mediados del siglo, tema que tratan desde diferentes posiciones Eduardo Mackenzie en «Las Farc o el fracaso de un terrorismo» y Francisco Gutíérrez Sanín en «La destrucción de una república».
Violencia entre los partidos tradicionales, violencia del Estado contra la población, violencia de grupos rebeldes no solo contra el Estado, sino contra la sociedad, primero más o menos larvada y después descaradamente abierta. El Frente Nacional logró pacificar las relaciones de los partidos tradicionales, pero con el triunfo de la Revolución Cubana y el incremento de la «Guerra Fría» vino la violencia subversiva desde los años 60, que de cierto modo fue continuación de la Violencia de las décadas precedentes, capítulo que no logró cerrarse con el NAF de Santos con las Farc y sigue haciendo estragos, adobado ahora con el letal ingrediente del narcotráfico.
Nuestro régimen democrático adolece de una falla estructural: la desigualdad. En la medida que Colombia siga siendo una de las sociedades más desiguales de la región, nuestra democracia no dejará de ser una entelequia.
Un comentario final: insisto en que nuestro espectro político se ve severamente afectado por la falta de acuerdo sobre la democracia que queremos, si la liberal o la iliberal (término que tomo de Robert Kaplan) que proponen el Foro de San Pablo y sus socios en Colombia (Farc, Eln, Petro, los Verdes, el Polo, etc.).
Lo que dejo escrito invita a pensar que la celebración que se avecina el próximo 7 de agosto debe hacerse, como rezaban antaño las publicaciones católicas, «con las debidas reservas». Han sido 200 años de aciertos, desde luego, pero también de yerros protuberantes. Ojalá nos esmeremos en corregirlos.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: agosto 8 de 2019