La justicia colombiana es rey de burlas. No es algo nuevo. Desde mediados del siglo pasado se viene planteando el debate sobre la debacle de la rama jurisdiccional de nuestro país. El problema se ha abordado desde distintas órbitas y se ha enfrentado con múltiples cambios normativos que evidentemente han sido inanes.
La sociedad colombiana es muy dada a creer en la virtud mágica de las leyes. Deposita todas sus esperanzas en las normas jurídicas, creyendo equivocadamente que la solución de las dificultades se halla en las reformas legales, cuando el problema está en las personas, en quienes recae administrar justicia en nada menos que en nombre de la República.
Las generalizaciones son propias de hombres torpes y cortos de visión. En la rama judicial se encuentran gentes de bien, honestas y pulcras, que asumen con entereza la grande responsabilidad depositada en sus manos.
De buena fe, en la constitución de 1991 se incorporó el consejo superior de la judicatura, como órgano rector de la rama judicial. Sus creadores, la concibieron como un ente que administrara y disciplinara a los jueces y magistrados.
La praxis fue un desastre. El proceso de integración de las listas de elegibles para llenar las vacantes de las altas cortes se convirtió en un festival de tráfico de influencias, de ruines favoritismos y politiquería de la más baja categoría.
Una vez más: el problema no estaba en la figura de la judicatura, sino en las personas. A la rama judicial llegaron personas asquerosas como los exmagistrados Francisco Ricaurte, Leonidas Bustos, Gustavo Malo, Eyder Patiño, José Luis Barceló, Yesid Ramírez Bastidas, Augusto Ibáñez, por mencionar unos pocos ejemplos de sujetos de ingratísima recordación que convirtieron a las altas cortes en un garito de perdición.
Lo del narcotraficante alias Jesús Sántrich es una manifestación más de la podredumbre que está enquistada en el palacio de Justicia. Unos – no todos- magistrados de la sala de instrucción, perfectamente comprometidos con la mafia, con el narcotráfico, con el crimen organizado, hicieron todo lo que estuvo a su alcance para facilitar la fuga del capo de las Farc.
Y aquello no es anecdótico. Será la sociedad la que tendrá que sufrir las consecuencias de la fuga de Sántrich, terrorista con capacidad de poner contra las cuerdas al Estado. Las Farc no se desarticularon. No se acabaron. El proceso de Santos es una pantomima, una recreación, una cortina de humo. El grueso de los miembros de esa banda delincuencial continúa en armas, ahora denominándose como “disidencias”, estructuras que, además, controlan las más de 200 mil hectáreas de coca que hay en nuestro país. Y aquello se materializa en cantidades ingentes de dinero que sirve para financiar al crimen organizado.
Ningún delincuente ha logrado ganarle la partida al Estado. Pablo Escobar, los Rodríguez Orejuela, el Mono Jojoy, Raúl Reyes. Todos, absolutamente todos, han sido vencidos -por captura o baja en combate- por los organismos de seguridad gubernamentales. Lo mismo sucederá con el mafioso Sántrich. Tarde o temprano será capturado o neutralizado.
Pero el problema de fondo, la descomposición de los miembros de la rama judicial colombiana, sí tiene que ser abocado con la celeridad debida.
Se habla de emprender una reforma integral a la justicia -nuevamente, se cae en eso de creer en el poder esotérico de las leyes- pero con un elemento que sí resulta atractivo: la revocatoria de todos los magistrados, para efectos de entronizar a nuevas personas que impartan justicia con decoro, transparencia y dignidad.
Que nadie se llame a engaños: el problema está en las personas y no en las instituciones. Un delincuente como el extraditado exfiscal anticorrupción Gustavo Moreno es capaz de corromper, en un abrir y cerrar de ojos, hasta el más pulcro y sagrado de los recintos.
Así que no está de más revisar con detenimiento y ponderación, la atractiva propuesta incluida en el referendo que promueve el periodista Herbin Hoyos, con la que se busca revocar a las cortes.
Publicado: julio 11 de 2019
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