Cediendo quizás a la presión de lo «políticamene correcto», el alcalde de Medellín ordenó sustituir en el «Pueblito Paisa» la bandera verdiblanca de Antioquia por la multicolor del colectivo LGTBI+, para asociarse de ese modo a la celebración del día del «Orgullo Gay».
Ello dio lugar a que un ciudadano indignado la descolgara exigiendo que se restituyera en su sitio la bandera antioqueña. Entonces, al que tal hizo le han llovido denuestos y hasta periódicos que en otra época eran conservadores y ahora se dejan arrastrar por la corriente del permisivismo libertario, se han quejado de ese comportamiento que tildan de homofóbico, diciendo que «respetar la diferencia es el reto histórico de Colombia».
Leí hace años en un libro de Lord Cecil sobre el conservatismo que la virtud principal de esta orientación política es la prudencia. Y a esta hay que acudir para interpretar y tomar posición respecto de los cambios radicales que estamos presenciando en los ámbitos de las costumbres familiares y sexuales. ¿Hay que recibir esos cambios como muestras auténticas de progreso social? ¿Lo son más bien de degradación? ¿Qué fuerzas los animan, hacia dónde nos llevan? ¿Cuál es su sentido profundo?
En otra parte he escrito que si bien las ideas tradicionales sobre la sexualidad parecen opresivas e irrazonables, las que hoy están en boga no dejan la impresión de ser más sensatas. Hay demasiada simplificación en el examen de algo que es, en definitiva, muy complejo. Remito al lector para que se forme una mejor idea del asunto al lúcido libro de José Antonio Marina que lleva por título «El Rompecabezas de la Sexualidad«, en el que pone de presente la importancia de la misma para la vida humana, al tiempo que las enormes dificultades que enfrentamos para integrarla a nuestra felicidad.
Hay, evidentemente, una gran diversidad de orientaciones sexuales. En alguna parte he leído que llega a hablarse de más de 100, motivo por el cual lo que en un principio se identificaba como colectivo LGTB decidió adicionar la I (intersexual), pero al hallarlo corto ya viene agregando el signo +.
Pero, ¿es el caso de predicar la igualdad tanto moral como jurídica de todas ellas?
A lo largo de siglos las normatividades sociales han partido de la idea de que la sexualidad no solo es algo anclado en la naturaleza biológica del ser humano, sino que la misma exhibe su diferenciación en dos sexos, el masculino y el femenino. «Varón y hembra los creó», se dice en Gen. 5.2. Es cierto que en algunas mitologías se plantea la tesis de un andrógino primitivo que luego se disoció, pero a todas luces es asunto que pertenece a la esfera del mito, no a la de la realidad biológica ni la histórica. Pareja a esta idea, bien centrada en la realidad biológica, está la del ejercicio normal u ordenado de la sexualidad y la de sus desviaciones o anomalías, que toca más bien con el ámbito de la cultura, lo cual no significa necesariamente que sea algo meramente convencional o artificial.
Acá nos enfrentamos con una serie de cuestiones altamente disputadas acerca de cómo diferenciar en el ser humano lo natural y lo cultural, y cuáles son las relaciones que se dan entre esos dos aspectos de su realidad. No es el caso de entrar aquí en el examen de la genealogía de esta distinción, que ha llevado a formular el dogma de la filosofía alemana de la cultura según el cual «el hombre no es naturaleza, sino cultura», o «historia», como decía Ortega. Este dogma ha conducido, según Leo Strauss, a pensar en la extrema maleabilidad del ser humano. Una consecuencia de esto es la idea de que no es la naturaleza la que nos hace hombres o mujeres, sino la cultura, y esta puede ofrecernos las modalidades más caprichosas imaginables, frente a las cuales la de los «hombres-mujeres» que describe Proust en «Sodoma y Gomorra» terminan pareciéndonos bastante precarias.
La consideración tradicional de la sexualidad la relaciona con la reproducción de la especie humana, la continuidad de la vida, el cuidado de la infancia, la educación de la juventud, la solidaridad de los integrantes del núcleo familiar.. Desde los ritos nupciales hasta las normas de los códigos civiles acerca del matrimonio y la familia, la cultura ha velado por exaltar estos propósitos. Me atrevo a afirmar que el súmmum de esta exaltación se pone de manifiesto en el cristianismo, que ha suministrado el fundamento de la moralidad y la juridicidad de nuestra civilización a lo largo de siglos hasta ahora, cuando por cierta evolución en el campo de las ideas se pretende erradicarlo buscando su sustitución por pretendidas concepciones racionalistas y científicas.
Esa evolución, inspirada superficialmente en consideraciones de dignidad, igualdad, libertad y tolerancia, va muchísimo más allá del propósito de asegurar el respeto por las diferencias en la orientación sexual de los individuos y la integración de los mismos en la vida colectiva. Si así fuese, podríamos saludarla como un progreso en los ámbitos del libre desarrollo de la personalidad y la cohesión social. Pero sus promotores pretenden algo muchísimo más ambicioso, verdaderamente revolucionario, como es la erradicación de la cultura cristiana, la destrucción de la familia, la configuración del «hombre nuevo» y, en suma, la homosexualización de la sociedad, sobre la base tanto de un sexo que es puro deleite disociado de la reproducción, como del freno al crecimiento de la especie humana, cuando no su reducción drástica.
Ahora saludamos como progresos de la libertad y la igualdad las expresiones pintorescas, aunque bastante groseras, de los desfiles del «Orgullo Gay». Después gemiremos bajo el totalitarismo del lobby que los promueve y la siniestra ideología de género que va asociada a la realización de sus propósitos.
Todo esto se documenta en «New Order of Barbarians«, «Libido Dominandi: Sexual Liberation and Political Control» o «El Libro Negro de la Nueva Izquierda: Ideología de género o subversión cultural«.
Ese totalitarismo, ejercido a menudo por fuera de la autoridad de los congresos o parlamentos por las autoridades ejecutivas y la cortes de justicia, y prescindiendo en un todo de la voluntad de la ciudadanía, se manifiesta en la aplicación arbitraria de tipos penales como el delito de odio, la negación de la objeción de conciencia respecto de la celebración de «matrimonios igualitarios», abortos o eutanasias y suicidios asistidos, los sanitarios unisex, la persecución a los religiosos que citen los pasajes bíblicos sobre la sodomía y la fornicación, la imposición de programas de educación sexual en las escuelas que incluyen prácticas masturbatorias o sexo anal, o la privación de la patria potestad y otras sanciones a los padres que se opongan a que sus hijos sean sometidos a enseñanzas que ellos consideran depravadas, etc.
Vuelvo acá sobre un importante libro que he mencionado en otras ocasiones, «The Criminalization of Christianity«, de Janet Folger, que muestra los excesos a que se ha llegado incluso en los Estados Unidos, por no hablar de Canadá, el Reino Unido y los países nórdicos, para imponer la ideología de género en detrimento de la cultura cristiana. ¡Se ha llegado al extremo de someter a procesos de reeducación, como en los antiguos regímenes comunistas, a los estudiantes que sean sorprendidos en las instituciones educativas públicas leyendo la Biblia o, simplemente, poseyendo un ejemplar de la misma!
La imposición de la ideología de género en Colombia es tema fundamental del fatídico NAF convenido por Santos con las Farc. Estas lo destacaron en su manifiesto de los llanos del Yarí. Y hace parte de la agenda de Soros.
Todo nos aconseja, entonces, a ser prudentes a la hora de pronunciarnos sobre la agenda LGTBI+. La bandera que el alcalde Fico puso a ondear en el «Pueblito Paisa» no es un símbolo de libertad, sino de opresión que amenaza a las mayorías heterosexuales y, en últimas, a las familias tradicionales y a nosotros los creyentes en el Evangelio.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: julio 11 de 2019