El hombre que negaba a su hija

El expresidente peruano Alejandro Toledo ha sido arrestado en su casa de Palo Alto, California, acusado de recibir sobornos por más de treinta millones de dólares. Lo acusan los ejecutivos de la constructora brasilera Odebrecht, que le pagaron esos sobornos, y un antiguo amigo suyo, Josef Maiman, quien los recibió en su nombre. Está derrotado. Es culpable por donde se le mire. Probablemente pasará el resto de su vida en un calabozo.

Media clase política peruana está en la cárcel o camino a ella. El exdictador Fujimori está en prisión por los crímenes atroces que cometió. Su hija mayor, Keiko, se encuentra confinada en una mazmorra por recibir de Odebrecht más de un millón de dólares para sus aventuras políticas. El expresidente Humala y su esposa, quienes recibieron un adelanto de tres millones de dólares en efectivo, ya estuvieron en la cárcel casi un año, y no es improbable que vuelvan al presidio por enriquecerse ilícitamente. El expresidente Kuczynski tiene la suerte de no estar en la cárcel, sino en su casa, bajo arresto domiciliario, por recibir más de cuatro millones de dólares en sobornos, disfrazados de consultorías, cuando era ministro de Toledo. El expresidente Alan García se quitó la vida para no ir a la cárcel.

Yo mismo estaría en la cárcel, o habría pasado una temporada tras las rejas, si, como me aconsejaba mi abogado hace diez años, hubiese recibido una donación de Odebrecht, para financiar una campaña presidencial que tuve el buen juicio de abortar a tiempo. Nadie sabía entonces lo que ocurrió años más tarde: que la empresa que sobornaba a los principales políticos del país y la región terminaría acusándolos uno a uno, desgraciando sus vidas públicas y llevándolos al calabozo, a fin de que el dueño de esa empresa, Marcelo Odebrecht, uno de los hombres más ricos de su país, recibiera una condena benévola, a cambio de colaborar con la justicia.

Sin contar a Vladimiro Montesinos, el jefe de inteligencia de la dictadura de Fujimori, que robó centenares de millones de dólares, el político peruano más voraz y codicioso en sus rapiñas a los dineros públicos ha sido Alejandro Toledo. Bien miradas las cosas, Toledo se confabulaba con Odebrecht para asaltar a los peruanos. Al conceder una obra pública millonaria a la constructora, Toledo y sus corruptos ministros como Kuczynski inflaban con descaro el precio del contrato. Si, en rigor, la obra costaba cien, le pagaban a Odebrecht seiscientos, u ochocientos, de modo que esa empresa ganaba fortunas solamente por recibir unos contratos con sobreprecios obscenos, escandalosos. Luego, en agradecimiento los peruanos por saquear al tesoro público, los brasileros les pagaban a los presidentes, o a sus ministros, o a sus testaferros, unas propinas que parecerían generosas, pero que, miradas en el contexto de lo que se apropiaba la empresa, eran un dinero menor: treinta millones a Toledo, cuatro millones a Kuczynski, tres millones de adelanto en efectivo a los Humala, un millón y pico a un colaborador de García, un millón y fracción como anticipo a Keiko Fujimori. El ladrón más descarado de todos ellos fue Toledo: en un viaje a Brasil, acompañado de Maiman, pidió cincuenta millones, y al final le dieron treinta, o treinta y cinco. El más idiota de todos fue también Toledo: con parte del dinero robado, compró una mansión en Lima y luego tuvo el cinismo de decir que la había adquirido con dineros que su suegra judía había recibido del gobierno alemán, en compensación por el Holocausto.

Así como me enorgullezco de no haber votado nunca por Fujimori y haberme marchado del Perú al día siguiente de que se convirtiera en un dictador, tengo la conciencia tranquila cuando recuerdo que me opuse con una persistencia que bordeaba la terquedad o la testarudez a que Toledo, a principios de este siglo, fuese presidente de mi país. Yo hacía un programa de televisión los fines de semana en Lima, llamado “El Francotirador”. Me había propuesto pasar un semestre en Lima, hasta que se eligiera presidente. Los peruanos teníamos un gobierno de transición encabezado por un señor que murió demasiado pronto, con las manos limpias, Valentín Paniagua. Al comienzo de la campaña, yo apoyaba a Toledo, aunque también veía con simpatía a la candidata conservadora Lourdes Flores y al candidato insobornable, azote de los corruptos, Fernando Olivera. Sin embargo, el destino, esa película cuyo guionista tiende siempre al humor, me reservó una emboscada: una niña de apenas catorce años, llamada Zaraí, me escribió un correo electrónico, diciendo ser la hija biológica negada de Toledo y pidiéndome una entrevista. Me reuní con ella y su madre y comprendí enseguida que decían la verdad. Sólo le pedían al candidato Toledo un acto de elemental justicia, humanidad y decencia: que se hiciera una prueba de ADN para confirmar o desmentir que era el padre de Zaraí. La madre de la niña, Lucrecia Orozco, había pasado media vida litigando en tribunales, a fin de que Toledo se hiciera la prueba, pero los abogados tramposos del candidato lo habían impedido.

Lo que sobrevino entonces fue una tormenta de proporciones. Decidí apoyar a la niña y su madre y pedirle a Toledo que se hiciera la prueba genética. Entrevisté a Zaraí y su madre en el programa. El tribunal de la opinión pública les creyó. Pero, de inmediato, tuve que enfrentar presiones muy poderosas. El dueño del canal que propalaba mi programa, Baruch Ivcher, amigo y financista de Toledo, me exigió que no hablase más de la niña Zaraí y me dijo que yo estaba invadiendo indebidamente la vida privada del candidato. La prensa más influyente, como El Comercio y La República, ignoró por completo la denuncia, salvo la revista Caretas, cuyo director, Enrique Zileri, un gran periodista, comprendió que era de interés público y no debía ser soslayada. Un asesor de Toledo, que luego fue su ministro, vino a mi programa y me dijo a los gritos que lo que yo había hecho, al defender a la niña negada por su padre, era “una inmundicia”. El más talentoso escritor peruano de todos los tiempos, Mario Vargas Llosa, me acusó de “snob, chismoso e intrigante”, y continuó apoyando sin reservas a Toledo. El hijo del escritor, Álvaro, entonces amigo mío, se puso una camisa amarilla y se trepó en un camión para pedir a los gritos el voto por Toledo en primera vuelta. Los matones de Toledo me esperaban cada noche, en la puerta del canal, y me arrojaban huevos cuando salía, gritándome “mercenario, sicario, vendido”. Anuncié en mi programa que votaría por la candidata conservadora Lourdes Flores. Dije: un hombre que niega a su propia hija es un canalla y yo no puedo votar por él. Dije: si es así de tramposo y mentiroso respecto de su hija, será igualmente tramposo y mentiroso cuando sea presidente.

Con el apoyo de la prensa más seria, los Vargas Llosa y el canal en que yo trabajaba, Toledo pasó a la segunda vuelta. Entonces Álvaro Vargas Llosa, que era el seguro ministro de exteriores de Toledo, tuvo la extraordinaria decencia de romper con el candidato: vino a mi programa y denunció las trapacerías y corruptelas que le conocía a Toledo (por ejemplo, que se había robado los dineros donados por el magnate y filántropo George Soros), a su vicepresidente y al dueño del canal, entre otros. Fue un momento luminoso, inspirador: un hombre se alejaba del poder, defendiendo sus principios. Aquella noche, a la salida del canal, nos tiraron huevos a los dos. Decidimos impulsar un movimiento a favor del voto en blanco: no podíamos votar por el canalla de Toledo, tampoco podíamos hacerlo por Alan García, cuyo primer gobierno había sido catastrófico. Muy pocos peruanos nos acompañaron en esa cruzada. La prensa seria nos ignoró o se mofó de nosotros. El escritor Vargas Llosa salió en El Comercio, criticándome en primera plana, culpándome de que su hijo hubiese roto con Toledo, llamándome de nuevo “chismoso e intrigante”. Por supuesto, contra Toledo y su conducta aviesa no dijo una palabra. El día de la segunda vuelta, Toledo y su atrabiliaria esposa enviaron a una docena de vándalos a agredirme en el lugar donde me tocaba votar. Me arrojaron latas de pintura amarilla, manchándome de pies a cabeza, mientras me insultaban. Un amigo de la universidad pasó a mi lado y no me saludó. A pesar de todo, pude votar en blanco. Aquella noche se anunció que Toledo, el hombre que negaba a su hija, era el presidente. Yo estaba seguro de que, una vez en el poder, seguiría siendo el sujeto acanallado, indecente y tramposo que había demostrado ser en toda la campaña. Así fue. Con la misma desvergüenza con que humilló a su hija, después pidió y recibió sobornos de millones de dólares. ¿Cómo podía sorprenderme que el canalla del candidato terminase siendo el canalla del presidente? Cuando, muchos años después, toda la inmundicia de Toledo se conoció, pensé que mi cruzada periodística contra él, y contra Vargas Llosa, y contra El Comercio (cuyo editor, Francisco Miró Quesada, fue premiado por Toledo con la embajada en París) y La República, y contra los más influyentes canales de televisión, incluyendo el de Ivcher, había sido uno de los pocos aciertos de mi vida pública. Por supuesto, el patán de Ivcher me despidió el día mismo que ganó Toledo. Huelga decir que, forzado por las circunstancias políticas, siendo ya presidente, a punto de ser destituido, el miserable de Toledo acabó reconociendo a su hija en cadena pública de televisión, con una teatralidad y una desvergüenza que parecían las de un actor cómico en decadencia.

Trescientos treinta y tres mil peruanos votaron en blanco en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2001, rechazando a Toledo y a García por igual. Me enorgullezco de ser uno de ellos.

Decenas de peruanos más o menos ilustres, entre ellos Roberto Dañino y Pedro Pablo Kuczynski, corrieron a servir como ministros al hombre que negaba a su hija (veo a Dañiño corriendo por el aeropuerto de Miami para llegar a Lima a abrazarse con su jefe Toledo y ponerse a disposición). ¿Tendrán esos exministros, en las salas de sus casas, fotos bien grandes, enmarcadas en plata, con el ladrón de Toledo, exhibiendo su oportunismo y sus miserias?

@BaylyTVOficial1

Publicado: julio 22 de 2019