Cuando aún no tenía la fortuna de ser padre, carecía de conciencia real sobre el maravilloso periodo de las vacaciones de verano, ese lapso en el que se pueden sofocar los cansancios y ahogar las tribulaciones. El ser humano necesita un respiro para recargar fuerzas y enfrentar los fragores de la vida y sus luchas intestinas. Siendo más joven, pensaba en trabajar la mayor parte del tiempo; ahora, ya cuarentón, no veo la hora de echarme como una marmota en una hamaca abrazadora, para tomar vino, con la avidez de un pirata, y comer, con las ganas de un náufrago, las delicias de Roberto, mientras mis hijos revolotean alrededor, llenando el espacio de carcajadas que me sobrecogen el alma. Es absolutamente necesario que todo ese disfrute esté enmarcado por el mar, los besos de Analu, bellas melodías y un buen libro: no puedo concebir nada mejor.
Tres meses de vacaciones para los niños implican que debamos inventar toda suerte de programas para ellos (mi esposa es un genio para eso). Yo hago mi parte: en junio y agosto, los míos me acompañan a las correrías de trabajo, pero logramos entretenerlos de un modo u otro. Mi plan favorito, sin duda, se da en julio, mes que todos los años religiosamente pasamos en Italia, ese país de mi alma, sueños y alegrías: no hay lugar del mundo en el que me sienta más cómodo y a gusto: la tierra jala ¡y de qué manera! Pasa igual con mis hijos: durante todo el año preguntan por el viaje a esa bota de nuestros ancestros, y sus ojitos resplandecen cuando saben que se acerca el día. Italia es, para mis hijos, música, playas maravillosas, calidez humana, mucha pizza y pueblos mágicos llenos de historia, que yo aderezo con cuentos imaginarios, en los que los dragones, unicornios y duendes son personajes recurrentes. Cuando veo las caritas de mis cachorros, absortos al tiempo que llenos de júbilo con mis relatos surrealistas, entiendo que resulta muy provechoso para esos menesteres ser abogado penalista: “¡Coño! ¡Qué inventiva la que tengo!”, me digo.
Llegaron las vacaciones de verano, y con ellas el guerrero se baja del caballo y enfunda la espada: no todo puede ser tragedia, litigios y peleas; hay que sacarle espacio a lo realmente importante: la familia y el vacile de la vida. No quiero saber en estos días de pleitos, mamertos virulentos, procesos y expedientes; tampoco de malas vibras y gente insoportable que vive esparciendo su tragedia y desdicha para tratar de contaminar de pesimismo a los demás. La vida es una sola y no se repite. Por eso la gozo a plenitud, tratando de crear en mis hijos un imaginario que les permita ser diferentes, cosmopolitas, universales, pero, sobre todo, humanos. No hay tarea más seria y trascendental que criar niños: yo aporto un 30%; Analu, el otro 70%, en ese reto inconmensurable. No tengo cómo pagarle a mi mujer su abnegación, compromiso y dedicación hacia nuestros hijos. La veo a ella y a los tres retoños, que son la mezcla perfecta de ambos, y no dejo de pensar en lo afortunado que soy. ¡Cuánto los amo! Los hijos son el amor real.
Como el verdadero general es la mujer del general, he recibido una “orden” de Analu que debo cumplir a cabalidad: retozando entre caricias, me susurró al oído: “Pienso que deberías abandonar la batalla por un mes, y suspender esos artículos que me angustian tanto; mejor si los dejas de escribir para siempre”. Le he dicho muchas veces que un hombre no puede escapar de su destino: soy un guerrero de mil batallas y ella lo sabía desde el principio; pero creo que tiene razón: hasta los más valientes gladiadores necesitan un solaz. Eso de dejar de escribir para siempre (por lo menos de política) me lo voy a pensar con calma: por más que quiera a mi tierra colombiana y me preocupe la salud de la República, quiero más a mi familia y a mi reina hermosa; no tengo el derecho a generarle mortificaciones de ninguna índole.
En este mes de vacaciones, trataré de ser un tipo normal: dormiré hasta tarde, iré al mercado todos los días, escribiré un nuevo libro que tengo en mente, miraré los atardeceres abrazado con la donna que amo, arrullaré a mis hijos mientras concilian el sueño, prepararé desayunos babilónicos, extrañaré a mis amigos, les diré a mis padres cuánto los quiero, cosecharé en la huerta de la casa las mejores verduras, me dejaré impregnar de la bonhomía de los lugareños, celebraré mi cumpleaños el 31 de julio entre pastas y mucho Masetto, y trataré de acordarme de los poemas de Neruda.
La felicidad es una decisión de vida y no depende de los demás; depende de uno mismo. Yo he decidido ser pleno y dichoso, y hacer feliz a mi familia; de ese propósito insoslayable no me desviará nada ni nadie.
¡Salud!
Publicado: junio 30 de 2019
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