Expresar estas realidades no es odio ni falta de humanidad o de espíritu solidario. No se puede permitir que estas críticas sean acalladas y menos que se conviertan en delito.
Días atrás se generó una agria polémica en el país por una columna de la periodista Claudia Palacios en la que les pedía a las inmigrantes venezolanas que «Paren de parir», por la que de inmediato fue catalogada como fascista y portadora de un discurso de odio hacia los migrantes. Y tuvo columnas de respuesta, que enfatizaban que «Parir es un derecho», y que es simple cuestión de humanidad apoyar a cualquier precio a las gentes que huyen del otrora prometedor Socialismo del Siglo XXI.
Pero es que el buenismo aguanta todo. La malhadada corrección política que empantana cualquier argumentación en estos tiempos hace ver como algo obvio y deseable el papel del Estado benefactor que satisface las necesidades ya no solo de los propios sino también de los forasteros, sin pararse en pelillos como los relacionados con el costo de esas atenciones, el origen de los recursos y la finitud de los mismos, a tal grado que no suelen alcanzar ni para atender las necesidades de los locales. ¿Acaso olvidamos tan fácilmente las falencias que tiene el sistema de salud?
Estamos pasando de creer alegremente que ya no solo los colombianos tenemos derechos ilimitados de la cuna a la tumba, sino que los extranjeros los tienen también, como si bastara con pisar suelo patrio para que cualquiera reciba los beneficios de un asistencialismo a ultranza que puede poner en calzas prietas las finanzas de la Nación si nos guiamos olímpicamente al calor de la indignación irracional de las redes sociales.
La realidad es muy simple: en economía, no hay almuerzo gratis, todo lo que se mueve en la cosa pública tiene origen en los bolsillos de alguien, todo hay que pagarlo. Paradójicamente, si hoy los venezolanos deambulan por el continente como espectros de una teleserie de zombis es porque en su país se creyeron el cuento del providencialismo estatal y acabaron con la propiedad privada y la iniciativa individual, confiados en que podían subsistir de las inmensas reservas petroleras que dilapidan por completo, hasta regalando la gasolina, que allá es más barata que el agua.
En ese sentido, Colombia ha recorrido mucho camino en materia de asistencialismo, ahorcando para ello el tejido empresarial y las clases medias, que pisan un terreno minado de impuestos. Nos posamos sobre una superficie de arena movediza de un 47% de informalidad, en tanto que la mayoría de asalariados labora en micros y pequeñas empresas porque las grandes compañías son tan pocas que no representan ni el 3%.
No es para sorprenderse que un estudio develado por el Ministerio de Hacienda establezca que el salario mínimo de los venezolanos en Colombia es 35% más bajo que el de los nacionales; es decir, por cada 100 pesos que gana un colombiano, el venezolano apenas gana 65. Eso significa, ni más ni menos, que la oferta de mano de obra de los inmigrantes se prefiere por encima de la de los locales por ser más barata, aumentando el desempleo de los colombianos. Eso es muy grave, ni qué decir de la incidencia de los inmigrantes en el incremento de la mendicidad y de la criminalidad.
Tal vez no se explicó bien el embajador ante la OEA, Alejandro Ordóñez, cuando dijo que los migrantes venezolanos «son parte de la estrategia para irradiar en la región el socialismo del siglo XXI», pero la verdad es que una migración desmedida puede desestabilizar a cualquier país, y más a uno de condiciones sociales tan precarias como el nuestro. Y expresar estas realidades no es odio ni falta de humanidad o de espíritu solidario. No se puede permitir que estas críticas sean acalladas y menos que se conviertan en delito. Callarnos es jugar a favor del contrario; no somos responsables del dolor de los venezolanos y, aunque parezca absurdo, mientras más les ayudemos a paliar su crisis, más tiempo permanecerá en el poder el maldito castrochavismo.
Publicado: junio 25 de 2019
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