Eso se dice en «Media Noche«, uno de esos tangos reos del repertorio gardeliano que me fascinan. Y fallas a granel nos ha brindado la justicia colombiana por estas calendas.
Señalaré dos descomunales.
La primera, la sentencia de la Corte Constitucional que en la semana pasada declaró inexequible el artículo 33, 2, c) del Código Nacional de Policía y Convivencia que consideraba dentro de los comportamientos que afectan la tranquilidad y relaciones respetuosas entre las personas el «Consumir sustancias alcohólicas, sicoactivas o prohibidas no autorizadas para su consumo» en espacio público, lugares abiertos al público, o que siendo privados trasciendan a lo público (vid. Comunicado Corte Constitucional).
Según se lee en este comunicado, a través de alambicadas disquisiciones la Corte concluye que la prohibición de marras no guarda la proporcionalidad debida con los bienes que se ha pretendido proteger («la tranquilidad y las relaciones respetuosas entre las personas») y afecta además indebidamente el «libre desarrollo de la personalidad» que protege como derecho fundamental el artículo 16 de la Constitución Política.
El primer argumento se relaciona con consideraciones de hecho acerca del peligro que entrañan ciertas conductas. Siguiendo la tónica de la tristemente célebre Sentencia C-221 de 1994, que despenalizó el consumo en privado de la dosis personal de estupefacientes y sustancias sicotrópicas (vid. Despenalización del consumo de la dosis personal), la Corte insiste en censurar el peligrosismo, que es una doctrina jurídica que tiende a justificar el control y la represión de conductas peligrosas para la sociedad. El tema da lugar a fuertes discusiones entre los penalistas, pero es moneda corriente en el derecho policivo, que en todas sus variantes se ocupa no solo de conductas actualmente dañosas o perjudiciales, sino también de las que lo son potencialmente. Así se ve profusamente, por ejemplo, en muchas regulaciones financieras, que tendrían que declararse contrarias a la Constitución si se aplicara la lógica que inspira el deplorable fallo del 6 de junio último.
Más inquietante es la argumentación relacionada con el «libre desarrollo de la personalidad», que a la luz de la fatídica sentencia de 1994 debe protegerse incluso cuando de lo que se trata es de la destrucción de la personalidad o, incluso, del «libre desarrollo de nuestra animalidad», tal como lo denunció el hoy embajador Alejandro Ordóñez Maldonado en su libro «Hacia el libre desarrollo de nuestra animalidad», que le valió la enemiga «per omnia sécula seculórum» del finado Carlos Gaviria Díaz y su camarilla de aduladores.
No insistiré en el tema, por lo pronto, pues amerita un análisis más detallado. Recomiendo como abrebocas el lúcido escrito que acaba de publicar Alfonso Monsalve Solórzano en «Debate» (vid. ¿Cuál libre desarrollo de la personalidad?).
Pero lo más grave de esta sentencia no radica en las deficiencias de la argumentación que la sustenta, como tampoco en sus deletéreos efectos, sobre lo que ya muchos han recabado, sino en haber dejado de lado varios artículos muy pertinentes de la Constitución Política, como lo han observado entre otros José Gregorio Hernández y Abelardo De La Espriella (vid. La Corte maligna), específicamente el 49, que de modo tajante «prohíbe el porte y el consumo de sustancias estupefacientes o sicotrópicas», salvo por prescripción médica.
En lo que a dichas sustancias se refiere, la prohibición que la Corte acaba de declarar inexequible gozaba de nítido fundamento constitucional. Esto significa que la Corte no podía hacer esa declaración sin violar ella misma la normatividad superior.
¿Por qué lo hizo? Solo hay un explicación: los magistrados que votaron esa inexequibilidad no han leído la Constitución Política. En un país serio, tendrían que renunciar a sus cargos, por incompetentes e ignorantes. Pero estamos en un Narcoestado que se halla al tenor de un régimen de facto en el que la dictadura de las Altas Cortes hace lo que le viene en gana, pues no hay poder alguno que la controle. Aquello de que es menester que «el poder controle al poder», como lo proclamó Montesquieu, «como que no pegó por aquí», según suelen decir en la Costa.
Creo que ese torpe proveído puede atacarse mediante un recurso de nulidad. Digo esto por si alguien se atreve a ponerle el cascabel a ese gato.
La segunda falla que quiero glosar es la aterradora sentencia de la Sala laboral del Tribunal Superior de Medellín, que según dice la prensa concedió la sustitución pensional a dos supervivientes de una «familia poliamorosa«.
Dentro de los múltiples abusos interpretativos en que ha incurrido la Corte Constitucional está la imposición del llamado matrimonio igualitario, es decir, homosexual, que corre en contravía de la definición que de la familia digna de amparo como institución básica de la sociedad consagra la Constitución Política en sus artículos 5 y 42.
Pulsando el siguiente enlace podrá leerse un buen resumen de la jurisprudencia imperante al respecto (vid. Jurisprudencia de la CC frente al matrimonio igualitario).
Gústenos o no, la Corte Constitucional, siguiendo las consignas masónicas que se detallan en «The New Order of Barbarians«, ha puesto en marcha el diabólico prospecto de la homosexualización de la sociedad como instrumento de control del tamaño de la población. Se trata de una revolución cultural que afecta las bases mismas del orden social y político que nos rige, por lo que solamente podría impulsársela por el Constituyente Primario mediante Asamblea Constituyente, según la jurisprudencia de la Corte Constitucional acerca de los «principios basilares» de la Constitución Política. Pero como ella interpreta esos principios a su amaño, no tiene empacho en violar descaradamente su propia jurisprudencia y textos expresos del estatuto que está llamada a salvaguardar.
En síntesis, lo del matrimonio civil, las relaciones patrimoniales y la pensión de supervivientes en uniones del mismo sexo es dato jurisprudencial ya indiscutible.
Pero el Tribunal Superior de Medellín, usurpando la competencia de la Corte Constitucional y llevándose de calle la Constitución misma, ha resuelto algo insólito: reconocerle efectos jurídicos a la «familia poliamorosa», para el caso, la unión de tres varones. Como uno de ellos murió, decretó que la pensión de jubilación de que gozaba debe distribuirse por iguales partes entre los dos compañeros supérstites.
¿Qué significa esto? Ni más ni menos que la instauración de la poligamia, todo ello bajo el argumento según el cual la idea de la familia monogámica y heterosexual es religiosa y no tiene cabida dentro de un régimen laico.
Este es un punto sobre el que es necesario detenerse. Si toda civilización, como lo destaca Paul Ricoeur, se funda en concepciones religiosas, prescindir de las mismas en la creación, la interpretación y la aplicación de la normatividad jurídica conlleva de algún modo el falseamiento de sus bases últimas.
No en vano nuestra Constitución se ha expedido ciertamente en nombre del Pueblo, pero invocando la protección de Dios. Esto no reza ahí como una mera fórmula ritual, sino que, igual que los demás textos que la integran, tiene sentido y debe producir efectos.
La oprobiosa dictadura judicial, controlada por funcionarios radicalmente anticristianos e incluso furiosamente ateos, pretende imponer un nuevo orden bárbaro. Hay que resistirla y se comienza a hacerlo denunciándola.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: junio 13 de 2019
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