Mi esposa, nuestra hija y yo nos encontrábamos en la tercera fila del avión que en pocos minutos despegaría rumbo a Madrid, la primera visita de nuestra hija a esa ciudad. Parecía que, contra todo pronóstico, rompiendo una larga tradición de impuntualidad de la aerolínea en que viajábamos, despegaríamos a tiempo, cuatro de la tarde hora de Miami. Nuestra hija estaba levemente irritada, tal vez porque se había levantado muy temprano, ilusionada por el viaje.
De pronto, una mujer de mediana edad, que viajaba sola, sentada en la fila cinco, se puso de pie, no alcanzó a correr al baño y evacuó un vómito tremendo, masivo, de varias ráfagas estrepitosas, como un volcán enfermo en erupción, expulsando una lava blancuzca y apestosa que acabó bañando a dos pasajeros colombianos, un hombre y una mujer, quienes viajaban en la fila inmediatamente posterior a la que mi familia y yo ocupábamos. Tuve suerte de que la mujer enferma no me manchase con su vómito repentino. Los dos pasajeros quedaron absolutamente cubiertos por esa sustancia hedionda, surgida de la cavidad estomacal de la señora descompuesta. Fue un momento horrible, verdaderamente inmundo, el peor que me había tocado vivir en muchos años de viajero infatigable.
De inmediato, un olor repugnante invadió la cabina. La mujer corrió al baño. Los pasajeros cubiertos de vómito se pusieron de pie y rogaron ayuda a los tripulantes, pues así no podían viajar a Madrid. La crisis resultó tan espantosa que el piloto decidió volver a la puerta de embarque. La mujer enferma no quiso ya viajar, para alivio de todos. Los pasajeros manchados, apestando, deseando ansiosamente una ducha, pidieron que les bajasen sus maletas para poder ducharse en el salón ejecutivo y vestir ropas limpias. Era, por supuesto, lo razonable. Pero, además, había que limpiar la cabina, que había quedado sucia y apestando. Debido a ello, el capitán pidió que bajásemos del avión, hasta nuevo aviso. Apestaba tanto que bajamos aliviados, a toda prisa, escapando de aquella inmundicia. Una vez sentados en la puerta de embarque, no pocos pasajeros se quejaron de que con esa aerolínea siempre ocurría algo malo que le impedía salir puntualmente. Menos mal que no vomitó diez minutos después, ya en el aire, dije. Pero algunos me dijeron que hubiese sido mejor que la mujer se descompusiera a mitad del vuelo, así no teníamos que abortar el despegue. No se ponen en los zapatos de los pobres pasajeros cubiertos de vómito, pensé. ¿Alguien podría soportar varias horas de vuelo, cubierto por el líquido estomacal hediondo de una pasajera? Imposible. Humanamente imposible.
Cuando, dos horas después, por fin regresamos al avión, ya la cabina no apestaba, y los pasajeros manchados se habían cambiado de atuendo, pobres, qué pesadilla habían vivido. Poco después, el avión moviéndose hacia la posición de despegue, el capitán frenó y anunció que debíamos volver a la puerta de embarque, porque una goma del avión había pinchado un clavo y se había desinflado, y en esas condiciones era peligroso intentar el despegue. Un murmullo de malhumor recorrió el avión. No puede ser, qué mala suerte, primero el vómito, ahora se desinfla una goma, decía la gente, indignada. Nuestra hija, exhausta, rompió a llorar, diciendo que ya no quería volar a Madrid. Le dije, tratando de calmarla, que viajar en aviones era una educación en la paciencia y la humildad, que tan pronto como entregabas tus maletas y te daban tu pase de abordar te convertías en un rehén de la aerolínea, que debíamos ser fuertes y resistir. Pero ella lloraba y ahora estábamos bajando nuevamente del avión, sin saber cuánto tiempo más demorarían, no ya limpiando la cabina, sino cambiando el neumático pinchado. En muchos años de viajero indesmayable, nunca me había ocurrido que se bajase la llanta del avión. Tardaron tres horas en cambiarla. Cuando regresamos a nuestros asientos, llevábamos cinco horas de retraso. Le prometí a nuestra hija que nunca más volaríamos en esa aerolínea. Ella dijo que la aerolínea debería pagarnos cien dólares por cada hora de retraso. Por suerte, apenas despegamos ella se durmió y recién despertó cuando faltaban pocos minutos para aterrizar. Lo peor había pasado. Lo mejor estaba por venir.
En efecto, muchas cosas buenas nos aguardaban en Madrid. El clima estaba soleado y, a la vez, fresco, delicioso, un descanso del calor infernal de Miami. Siendo un sábado a mediodía, no había tráfico. En el hotel Wellington, mi preferido en Madrid, nos dieron una suite espectacular. Dormimos unas horas. Luego bajamos a la piscina y nos dimos un chapuzón. Nuestros cuerpos habían llegado a Madrid. Nuestros espíritus llegaron al día siguiente, domingo, cuando fuimos a pasear al Retiro. Una gitana se acercó y me leyó el futuro, contrariando a mi esposa, que no quería penetrar en el porvenir, pues le daba miedo. La señora me dijo que veía larga vida, mucha fortuna y envidia en mi familia. Dijo que había un tal Carlos y un tal Fernando que me envidiaban, me odiaban. Quiénes serán, me pregunté en silencio. Nuestra hija quedó deslumbrada por la belleza del parque. Caminamos hasta el Rosedal. Le enseñé la banca donde me sentaba a leer las cartas manuscritas de mi madre, cuando vivía en Madrid, en un apartamento en la avenida del Mediterráneo.
No nos costó trabajo acomodar nuestros horarios de sueño. Dormíamos a las tres o cuatro de la mañana hora de Madrid y despertábamos hacia la una de la tarde. Enseguida subíamos al club del piso siete y era un festín de jugos, sanguchitos y cafés. A continuación, bajábamos a la piscina y nos tendíamos perezosamente en las camas balinesas a la sombra. El agua de la piscina estaba helada, lo que disuadió a mi esposa de meterse en ella. Pero nuestra hija y yo entramos de a pocos y fue un gran placer sentir el estímulo del agua tan fría. Luego saltábamos al jacuzzi y la niña se quedaba una hora allí. Entretanto, el camarero llevaba cervezas a mi esposa y me traía jugos de naranja: soy una máquina de tomar jugos de naranja, siempre me cabe uno más.
Sólo tuve tres compromisos importantes: el martes, el jueves y el sábado debía firmar ejemplares en la feria del libro, en el parque del Retiro. Yo había anunciado el evento del sábado en mi programa de televisión. Ese programa se ve muchísimo por Youtube en todas partes. En promedio, unas trescientas mil personas lo ven globalmente, cada día, en esa plataforma: muchas lo ven o lo oyen al día siguiente, manejando, duchándose, comiendo. Por eso, sabía o presentía que el sábado iría mucha gente a mi firma de libros. No había anunciado, salvo por Facebook, las firmas del martes y el jueves. Sin embargo, esos primeros días mucha gente se acercó y no paré de firmar un libro tras otro por espacio de tres horas, de siete a diez de la noche. Lo que más demoraba no era la firma, sino la foto, o las fotos, porque, como se sabe, la primera foto nunca sale bien. Además, yo estaba obligado a firmar dentro de la caseta, y el lector o espectador se encontraba fuera de ella, lo que nos exigía a ambos inclinarnos hacia adelante para que la foto saliera bien, o no tan mal.
La firma del sábado, que había anunciado en la televisión, fue, en verdad, muy concurrida. Acudieron más de mil personas. Era una multitud pocas veces vista en la feria, así me lo dijeron personas de la editorial y mi agente literaria, que vino desde Barcelona. La fila era tan larga que causaba asombro entre quienes no me conocían. Estuve firmando desde las seis de la tarde hasta las once de la noche, cinco horas intensas, extenuantes, sin darme un respiro. Firmé centenares de libros. Se agotaron pronto todos los ejemplares de mi más reciente novela y, poco después, todos mis títulos, todos. Me entristeció que no hubiese más libros míos, habiendo tanta gente que deseaba comprarlos. Lo más impresionante fue escuchar a lectores que decían haber tomado un avión desde Oslo, desde Berlín, desde Londres, desde Amsterdam, desde Lisboa, sólo para hacer esa larguísima fila, esperar dos o tres horas y compartir un momento fugaz conmigo. Pude confirmar lo que semanas atrás había corroborado en la feria de Bogotá: el éxito de mi programa es global, gracias a Youtube, y las personas compran mis libros porque ven mi programa. Recibí aquella tarde tantos regalos que las chicas de la editorial tuvieron que llevarlos en taxi al hotel, en bolsos grandes: me obsequiaron chocolates alemanes, belgas, suizos; libros publicados o por publicar; camisetas con lemas políticos; sombreros y gorras; dibujos, pinturas y caricaturas de mi hija, de mi perrito, de mí mismo; llaveros, banderas, poemas, abanicos; no digamos decenas de cartas manuscritas, diciéndome las cosas más amables o más chifladas. En verdad, el cariño del público en Madrid me abrumó y dejó profundamente agradecido.
Al día siguiente, domingo, celebramos el día del padre, aunque no se festejaba en España, pero sí en América, y mi mujer y nuestra hija me dieron los regalos más lindos. A la noche vino a saludarme al hotel una artista que había viajado desde Amsterdam para estar en la feria conmigo. Bajé a tomar el té con ella y su novio holandés. Mi esposa se enfadó conmigo y me dijo que le parecía absurdo que recibiese a mis fans en el hotel. Tenía razón. Pero me dio pena desairar a la chica que había viajado desde los Países Bajos.
De camino al aeropuerto de Barajas, mi familia y yo apostamos si el vuelo saldría puntualmente o no. Yo gané la apuesta. El vuelo despegó con apenas diez minutos de retraso. Los tres dormimos ocho horas corridas porque no habíamos descansado en el hotel y habíamos elegido subir exhaustos al avión para así dormir el vuelo entero. El plan funcionó. Llegamos felices a Miami. Nuestra isla de Key Biscayne volvió a parecernos el paraíso. Yo me prometí que volvería a España el próximo año: a Barcelona el día del libro y a Madrid para la feria del Retiro.
Publicado: junio 24 de 2019
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