Son muy fuertes y reiteradas las críticas que se le hacen al Congreso de la República, órgano fundamental de la democracia colombiana.
No quiero caer en la trampa de hacer una defensa irracional de la corporación encargada de ejercer control político sobre el Ejecutivo, aprobar leyes y fungir como constituyente derivado, pues no desconozco las equivocaciones -muchas de ellas imperdonables- de algunos de sus integrantes.
Pero no podemos dejar de lado una constante: sin Congreso, no hay democracia. Basta mirar el ejemplo venezolano, en el que la dictadura aplastó de manera arbitraria a la Asamblea cuando ésta quedó en manos de la oposición defensora de las libertades humanas.
Los regímenes totalitarios cierran las puertas de los parlamentos que les resultan incómodos y en reemplazo nombran cuerpos colegiados afines a ellos, que se convierten en simples notarios de los abusos y conculcaciones de los derechos.
Nuestro Congreso no es ajeno a las dificultades y claro que los ciudadanos deben ejecutar un control férreo sobre quienes ocupamos asientos en ese, el lugar donde se ejerce la democracia representativa.
El análisis crítico merece adelantarse con apego a la verdad, sin caricaturizar ni generalizar. Fácil resulta caer en trampas argumentativas como las que se oyen permanentemente. “Todos los congresistas son deshonestos”, “en el Congreso nadie trabaja”, “los Senadores y Representantes sólo se acuerdan de los ciudadanos en tiempos de campaña”. Y así, abundan los “razonamientos” furiosos que se escuchan cuando de elevar quejas contra el legislativo se trata.
Todas las obras y gestiones realizadas por el hombre son perfectibles. Claro que el Congreso que tenemos no es el mejor, ni el más eficiente del mundo. Pero en virtud de la existencia de esa corporación, la democracia colombiana ha sabido superar los tremendos desafíos que se le ha planteado a lo largo de su historia republicana.
Gracias a los congresistas, las regiones más apartadas, cuyos gobernantes locales no cuentan con los medios suficientes para desplazarse a Bogotá, donde se centraliza la administración nacional, pueden tener acceso a la financiación de proyectos clave para el desarrollo.
Además de hacer leyes y actos legislativos, los parlamentarios cumplen una función esencial en la representación que ejercen, la cual consiste en servir como promotores ante las entidades del orden nacional de los proyectos que demandan los conciudadanos que habitan en sus regiones.
Es evidente -y lo comparto- el malestar que se generó en el último día de la legislatura que acaba de culminar, por cuenta del hundimiento de la ley que buscaba garantizar que las personas condenadas por delitos relacionados con la corrupción, pagaran sus castigos en centros penitenciarios y, en ningún caso, recibieran beneficios como la detención domiciliaria.
Claro que sí. Todo el peso de la justicia y el más radical de los castigos contra aquellos que roban dinero público.
Pero aquella equivocación no debe cobrársele a todos los congresistas. Ni más faltaba. Las responsabilidades deben ser individualizadas para efectos de que los ciudadanos, que son al final del día los que tienen la última palabra, resuelvan en las elecciones quiénes deben ser las personas que los representen en el Capitolio Nacional.
Invito a que seamos críticos, que evaluemos con rigurosidad la gestión y desempeño del Congreso, pero siempre teniendo como referente un principio elemental: sin una rama legislativa, la democracia perecerá, como perecieron todas las de aquellos países que por una u otra razón sucumbieron ante la tiranía, ya fuera de derecha o de izquierda.
En momentos de dificultades, es cuando más firme debe ser el apego por las instituciones. Aquellas personas que las integran y que falten a sus deberes, además de ser implacablemente señalados por la ciudadanía, tienen que recibir el más fuerte de los castigos. Pero no podemos confundir las equivocaciones -y muchas veces delitos- en que incurren algunos pocos congresistas, para alentar el peligroso discurso contra una de las tres ramas del poder. Valga entonces esta columna como una humilde invitación a reflexionar a fondo sobre la importancia que tiene para nuestro Estado de derecho la existencia de un Congreso fuerte, cuya legitimidad se fortalece cada vez más gracias a la aprobación de normas como el código de ética que fue sancionado hace apenas dos años y medio.
Publicado: junio 24 de 2019
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