Al terminar el almuerzo, en el restaurante donde comemos todos los días, tomo dos tazas de café expreso. Sin ellas, no encuentro bríos para escribir durante la tarde, encerrado a solas en mi escritorio.
Un día sin escribir es un día fallido, incompleto para mí. No siempre me encuentro inspirado. Aun si no me siento en estado de gracia, procuro perseguir y atrapar a las palabras como si fueran mariposas de cuyo polvillo debo impregnar mis dedos. Esas mariposas, las palabras inasibles, esquivas, me salvan de una existencia desgraciada.
Sé que en mi barrio se burlan de mí porque corro con la cadencia fofa y pesarosa de una señora pasada la menopausia. No sé correr deprisa como un atleta viril. Todas las personas caminan igual, pero, a mis ojos, corren diferente. Hay gente que corre dando grandes saltos, a toda prisa. Hay gente que corre como si estuviera bailando o boxeando. Hay gente que corre como si estuviese caminando. Pertenezco a esa última especie remolona. Corro tan despacio que a veces los caminantes apurados me sobrepasan. Es un bochorno. Me recuerdan que soy un hombre lento.
Después de correr, y antes de salir a la televisión, mi esposa me prepara dos tazas de café. Mi cuerpo estragado me las pide. Me espera una ruta larga, de una hora, por autopistas a menudo colapsadas, hasta los arrabales donde se halla el canal, entre fábricas, depósitos y plantas de camiones. Cuando era joven, me jactaba de ser un buen piloto, conducía muy deprisa, como si fuera una carrera. Ahora procuro no chocar. Los años son, si acaso, una educación en rebajar las expectativas y cultivar la prudencia. No chocar con carros, personas, grupos de poder, matones peligrosos, es todo un arte. Llevo en mi sangre los genes fanáticos, chocarreros, que heredé de mis padres. Trato de apaciguarlos. El café me ayuda a mantenerme lúcido, enfocado, o eso creo. Ciertamente, me ayuda a escribir y, en particular, hablar de una manera elocuente, fogosa, persuasiva, que es lo que se espera de mí en el programa de televisión.
Por eso tomo dos cafés en mi oficina del canal, antes de que me maquillen, y tres o cuatro durante el programa, que dura hora y media, setenta minutos de tiempo real, veinte de publicidad. Es decir que, tan pronto como llego al canal, hacia las siete de la tarde, no dejo de tomar café, paso de una taza a otra, siempre expreso, sin azúcar, sin crema. La sensación de poderío, belicosidad y fortaleza que me da el café es insuperable. Me recuerda a los años tan lejanos en que tomaba cocaína en la ciudad en que nací. De pronto el corazón se acelera, las palabras revientan como ráfagas de cohetecillos, la memoria se refina, el camino a seguir se despeja de una niebla y aparece diáfano ante nosotros. Tantas tazas de café antes y durante el programa me preparan para cumplir el arduo e incomprendido papel de predicador, tiratiros verbal, charlatán. Mi público no espera moderación, neutralidad, medias tintas. Lo que espera es un verbo caudaloso del que las palabras chisporroteen como llamaradas que queman a nuestros enemigos y adversarios, aquellos a los que, como no podemos derrotar todavía, nos contentamos con zaherir y vilipendiar.
Sin todo ese café contaminando mi sangre, tensando mis nervios, recorriendo mis venas, no podría hacer el programa tan entonado, tan guerrero. El café es, entonces, mi arma de combate, la munición con la que cargo y disparo. Probablemente es malo para mi salud, y a veces durante el programa siento un dolor opresivo en el pecho, pero ¿cómo podría estar pensando en mi salud, mi jubilación, mi expectativa de vida, cuando me agazapo en la trinchera y voy a la guerra sin cuartel contra mis enemigos? En ese momento, la salud parece un detalle trivial, irrelevante. Lo que cuenta es el estrépito de las palabras estallando como petardos en los rostros de los adversarios.
Cuando termina el programa, estoy tan tenso y sobrepasado de cafeína que no me cuesta ningún trabajo quedarme media hora más hablando con el público y haciéndome fotos con las personas amables que me lo piden. A veces me piden que grabe mensajes de video, o hable por teléfono con un familiar o amigo lejano, y nada de eso me resulta arduo o laborioso, porque de tantos cafés que he bebido estoy casi levitando, he vuelto a ser el superhéroe invulnerable, casi volador, que me sentía cuando tomaba cocaína en mi juventud y pronunciaba a solas unos discursos inspirados, sobrecogedores, lástima que nunca se me ocurrió grabarlos.
Por supuesto, al llegar a casa, pasada la medianoche, estoy tan elevado en mi ritmo cardíaco, y en mis ambiciones, fiebres y delirios, que, listo para conquistar mi país y enseguida gobernarlo, lo último que me pide el cuerpo es ponerlo a dormir. En ese momento, mi cuerpo es un volcán, mi corazón es un volcán, mi boca es un volcán. Todo se calienta, hierve, estalla y se desborda como una lava ardiente, abrasadora, de emociones y palabras, de ambiciones y sueños de grandeza. Quiero ser presidente, y luego dictador, y luego tirano, y finalmente sátrapa vitalicio. Quiero ser rey, príncipe, princesa en el exilio. Quiero el poder, todo el poder. Quiero la fortuna, toda la fortuna. Quiero aviones, mansiones, coches blindados, guardaespaldas, sicarios a mis órdenes, paniaguados que prueben mi comida para asegurarnos de que no esté envenenada. Así de loco peligroso me ponen diez tazas de café.
Mi esposa, que bien me conoce, sabe que, a esa hora, cuando soy un volcán, no le conviene hablar conmigo, atizarme la lengua, espolear al hablantín que se encuentra desbocado. Sabia, prudentemente, ella, que no ha visto el programa, porque no desea contaminarse, me acompaña un momento, me escucha con callada resignación y me dice, con todo el amor del mundo, que está extenuada y necesita descansar. Enseguida se marcha a su cama con el alivio de saber que está huyendo de un orate. Las pocas veces que ha intentado conversar conmigo, disuadirme de perseguir el poder, rebajar mis desbordes megalómanos, ha comprendido que el empeño es inútil y el magma que derramará mi volcán acabará quemándola a ella también, con una gran lengua de fuego y cenizas.
Viene entonces el peor momento del día, un viaje tenebroso al territorio de la angustia, la soledad, la depresión, el pavor de ser yo mismo y no poder remediarlo. Como en mis años horrendos de cocainómano, quisiera dormir para descansar de ser yo mismo, de mis fiebres y delirios narcisistas, pero tal cosa, ahíto de café, envenenado de orgullo, es imposible, simplemente imposible. Querer dormir y no poder hacerlo es una pesadilla, una auténtica tortura. Entonces leo como un demente, rechinando los dientes. Entonces veo goles de las mejores ligas del mundo y mi pierna derecha se mueve con prescindencia de mi voluntad, amotinándose, rebelándose de la mente, como en un espasmo o una convulsión nerviosa, como si estuviera pateando la pelota imaginaria frente al arquero. Entonces corrijo una y otra vez, obsesivamente, lo que he escrito por la tarde. Entonces me tiendo en la cama, y doy vueltas, y persigo con impaciencia y premura y rabia el sueño reparador que me es elusivo, que he espantado con tantas tazas de café y palabras inflamadas. En ese momento, me viene a la cabeza un verbo de mi juventud, cuando tomaba cocaína: estoy rebotando. Qué espanto es rebotar. Qué horas vacías, desoladas, sin alma, desdichadas, son las de rebotar en la inmensa cama. Harto de rebotar, me echo en la alfombra, todo a oscuras, y hago un inventario de mis fracasos, y a veces termino llorando, tan desesperado estoy, y pienso que ese espantajo tirado en el piso, esa suma de derrotas y frustraciones, soy a no dudarlo yo mismo, como también soy yo mismo el que habla sin la corrosión de la duda o la humildad cuando estoy en la televisión: ambos, el derrotado y el victorioso, el que llora en silencio porque no puede descansar de sí mismo y el que habla con la autoridad y el aplomo de sentirse superior, ambos locos soy yo mismo.
Debería tomar menos café o no tomar café, quizás así dormiría sin tormentos. Debería hacer menos televisión o no hacer televisión, tal vez entonces llevaría una existencia más recoleta y sosegada, menos dada a los extremos perniciosos. Debería tratar de ser una persona humilde, taciturna, comedida, de pocas palabras, exenta de grandes ambiciones, alguien que camina por la sombra y evita la turbulencia de la vida pública, quizás todo aquello sería bueno para mi salud y me pondría a dormir a las diez de la noche, como duerme la gente normal, que lleva a sus hijos al colegio. Debería ganar amigos y no enemigos, sobre todo en mi propia familia, así me invitarían a las fiestas y los casamientos y no me sentiría un intruso, un guerrillero, un espía, en aquella familia numerosa que está lejos. Debería ser una buena persona, o una persona menos mala, insidiosa, rencorosa. Todo eso, sin embargo, parece imposible. No habrá forma de convertir mi cuerpo que es un volcán, mi corazón que es un volcán, mi boca que es un volcán, en una playa tranquila en la que se oyen a lo lejos el rumor del mar y el modo en que las palmas de los cocoteros despeinan el viento sin sombra.
A las siete de la mañana, las ocho de la mañana, después de pelear conmigo mismo durante horas, y rendirme, y tomar más y más pastillas, y adorar la idea del suicidio como si fuera un dios compasivo e incomprendido que trae la calma en la mente del que sufre, me quedo finalmente dormido, casi como si estuviera muriendo, desfalleciendo, dejando de ser yo mismo esa noche y para siempre, sin deseos de volver a encontrarme con el escribidor y charlatán que insisto en seguir siendo.
Cuando despierto, unas horas después, exhausto de ser yo mismo, lo primero que me pide el cuerpo es una taza de café.
Publicado: mayo 20 de 2019
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