Hace poco leí una cita de David Hume en la que el célebre pensador observa que todo el andamiaje del Estado se explica en función de una adecuada administración de justicia. De esta depende, en efecto, el orden social que se aspira a instaurar a partir de la normatividad jurídica.
Leí en otra parte que Hobbes consideraba que el miedo que reina en el estado de naturaleza, en el que nadie goza de seguridad y «el hombre es lobo para el hombre», debe superarse en el estado de civilización por un solo temor: el que infunde la ley.
Mas, para que así suceda es menester el fortalecimiento del Estado, que no es empresa fácil. Sin Estado no hay civilización, por lo que vigorizarlo es obra civilizadora por excelencia. Esto trae a colación las palabras del cardenal Richelieu en su hora final:»Mis únicos enemigos han sido los enemigos de Francia», vale decir, los del Estado y, en últimas, de la civilización.
Robustecer el Estado; asegurar el imperio de la ley; garantizar honesta, pronta y eficaz administración de justicia: «¡Ah, que vasto programa!», como dijo el general De Gaulle alguna vez refiriéndose a otros asuntos.
Pues bien, lo que puede advertirse en la evolución política de Colombia en los últimos tiempos no es un proceso de edificación institucional, sino todo lo contrario, uno de demolición, pues en lugar de enfrentar a los enemigos del Estado y del orden que el mismo debe asegurar, la tendencia dominante en muchos de los que ejercen influencia decisiva en la guía de nuestra sociedad es la claudicación ante las fuerzas disolventes que lo minan tanto desde la estructura del poder público como fuera de ella. Ante esa tendencia, los trasgresores de todo jaez tienen a su servicio micrófonos, cámaras de televisión y titulares de prensa, mientras que quien se manifieste como hombre de orden tiene que sufrir los rigores de la campana neumática que impide que su voz se haga sentir: está condenado al silencio.
La crisis de nuestro sistema judicial es buena muestra de esa penosa realidad.
Hace algún tiempo me atreví a sostener en una conferencia que tuve el honor de dictar en la Sociedad Antioqueña de Ingenieros y Arquitectos, que padecemos una justicia ideologizada, politizada y, desafortunadamente, con claros visos de corrupción.
La ideología que la inspira pretende demoler el orden social que mal que bien se ha edificado a lo largo de generaciones, para sustituirlo por otro que existe solo en la mente de intelectuales, profesores, comunicadores y otros soñadores de utopías libertarias. A partir de ahí, se predica que la normatividad no es la que consta en los textos adoptados por los legisladores, sino la que se ajusta a las particulares preferencias estimativas de los jueces y a lo que estos creen oportuno disponer para producir determinados efectos coyunturales en el escenario político. Y cuando la interpretación de la ley se hace con un sentido meramente instrumental, que justifica ser elásticos o rigurosos al tenor de las circunstancias, es fácil entonces negociarla, sea para apoyar empresas políticas, como se vio en el caso de la convalidación del NAF , o para favorecer protervos intereses privados, como se ha visto con lo del «Cartel de la Toga», que es lo más horrendo que haya podido producirse en la historia de la justicia en Colombia.
Todo eso es fruto de la tendencia que ha hecho carrera hacia un derecho en extremo dúctil que ignora el rigor de los principios.
En manos de nuestras altas Cortes, quizás con algunas excepciones, la ley no es lo que ella dice ni lo que quiso decir el legislador, como tampoco lo que el buen sentido indica, sino lo que según las circunstancias se les ocurre a falladores sobre los que no obra control alguno, ni siquiera el de la sociedad, que se queda impertérrita ante sus abusos, ni el interno de la conciencia moral.
Para muestra, las sospechosas condenas a la Nación por lo del Club El Nogal o lo de Bojayá.
Quien desee percatarse de los extremos de la politización de nuestra justicia, no es sino que examine el deplorable caso de Andrés Felipe Arias, para quien el artículo 93 de la Constitución Política, que incorpora a la misma las garantías de los tratados y los convenios internacionales que reconocen los derechos humanos, es letra muerta según la Corte Suprema de Justicia. Si la doble instancia ya estaba en dichos tratados y convenios, ¿cómo alegar que solo será admisible cuando se la reglamente?
Colombia es probablemente el único país del mundo que cuenta con un aparato judicial superpuesto al ordinario y organizado al gusto de los peores criminales, para así garantizarles de hecho la impunidad. No otra cosa es la JEP, como cada vez se observa con mayor claridad. Dicho sea de paso, es además un aparato montado con violación flagrante de la flamante soberanía popular que consagra el artículo 3 de la Constitución Política.
Haber combatido con denuedo a los enemigos del Estado, como lo hizo Álvaro Uribe Vélez, es la causa de la injusta persecución que desde distintos frentes ha debido soportar con estoicismo ejemplar tan eminente patriota. En cambio, claudicar vergonzosamente ante los mismos, dizque en aras de una paz evanescente, según lo llevó a cabo Santos, lo hace merecedor de un Premio Nobel.
¿Quién hace más al servicio de ese noble propósito, el que se esmera en consolidar el ordenamiento jurídico, o el que lo pone a merced de los criminales?
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: mayo 16 de 2019
5