Cuaderno de bitácora

El vuelo de American a Bogotá debía partir a las nueve y media de la noche. Era un sábado contrariado para mí. Había pasado el día arrastrando un dolor de cabeza mortal. Me había saturado de pastillas para aliviar el dolor, sin que lo mitigasen gran cosa. Viajaba solo. Mi mujer declinó acompañarme. Bogotá no se cuenta entre sus ciudades favoritas.

Al día siguiente debía presentarme en la feria del libro. Debía dar una charla de una hora y a continuación firmar ejemplares de mis libros. No me había invitado la feria. Me había invitado yo mismo, a despecho de la feria, que, dada mi persistencia en invitarme, se resignó a recibirme.

Estoy acostumbrado a que las ferias no me inviten. Ignoro la razón o las razones por las cuales prescinden de mí en sus agendas de escritores visitantes. Es probable que deploren mis ideas políticas, o teman que les monte un escándalo, o simplemente yo les caiga mal, redomadamente mal. Lo cierto es que, como las ferias no me invitan, yo me invito a ellas, y ese era el caso en Bogotá. Cuando he preguntado por qué no me invitan, por qué me humillan con su indiferencia, me escarmientan de esa manera, me dicen: porque tienen miedo de que hagas una boutade. Yo no sé hacer boutades. Es una palabra demasiado sofisticada para mí. Creo que no me invitan porque las personas que dirigen las ferias de libros y se mueven entre las sombras son, por lo general, de izquierdas, de izquierdas rencorosas, y no me perdonan que yo sea de derechas, de derechas liberales, de derechas liberales y pistoleras.

Entramos al avión de American hacia las nueve de la noche. Pasó una hora y la aeronave no se movió. Hacia las diez, el capitán hizo un anuncio en inglés que me pareció rarísimo:

-Estamos terminando de llenar unos papeles. Apenas terminemos, procederemos a despegar.

Luego un tripulante colombiano dijo, en el tono más amable:

-Les pedimos disculpas. Están escribiendo el cuaderno de bitácora. Cuando terminen de escribirlo, estaremos en condiciones de emprender el vuelo.

Sonó extraño, o al menos me sonó extraño a mí, que he viajado tanto. Media hora después, el capitán dijo que seguían haciendo los papeleos y su traductor insistió en decir que alguien estaba rellenando un cuaderno de bitácora. A las once de la noche, dos horas después de que hubiésemos ocupado nuestros asientos, la gente comenzó a impacientarse. Era comprensible: hacía calor, no habían repartido comidas ni bebidas, llevábamos dos horas apiñados en aquella aeronave pequeña, un Airbus 319, y no había señales de que fuésemos a despegar pronto. Un señor muy delgado vino desde atrás y dijo, levantando la voz:

-¡Estoy angustiado! ¡Me falta el aire! ¡Voy a desmayarme!

Los tripulantes lo mandaron de regreso a su asiento.

Una señora sin zapatos, en calcetines, se acercó a la cabina y gritó:

-¡Soy periodista! ¡Voy a denunciar este abuso! ¡Nos están mintiendo! ¡Nadie les cree eso del cuaderno de bitácora! ¡Cómo van a demorarse dos horas en escribirlo! ¿Están escribiendo una novela o qué carajos?

La amé. Tenía toda la razón. La excusa del cuaderno de bitácora era ridícula, no podía ser cierta. Si había un problema mayor, una avería, un desperfecto serio, el capitán debía decirnos la verdad, no tratarnos como cabezas de chorlito.

Luego se puso de pie un señorito sentado en la primera fila. Cabeza rapada, chaqueta de moda ajustada, pañuelito rojo de seda, zapatos relucientes, parecía el muñeco de una torta de novios que había cobrado vida y escapado del pastel. Con aires de dueño del avión, o de toda la aerolínea, con ínfulas de principito ricachón y consentido, y a pesar de su mezquina estatura napoleónica, se exoneró del engorro de hablar con los tripulantes colombianos, a quienes ignoró, y se dirigió al capitán en inglés, levantando la voz:

-¡Usted nos ha mentido! -rugió el improbable Napoleón de bolsillo-. ¿Usted nos cree estúpidos? ¿Me va a decir que llevan dos horas haciendo papeleos?

Como yo estaba en la primera fila, pude ver que el capitán se ponía de pie, sorprendido, y se acercaba a su fragoroso acusador.

-Por favor, baje la voz -le dijo, respetuosamente, aunque mortificado-. No permito que me hable en ese tono. Soy el capitán.

-¡Yo le hablo en el tono que me da la gana! -rugió el pasajero calvo y furioso-. ¡Usted nos ha mentido, nos sigue mintiendo!

-¡No me grite! -se enfadó el capitán-. ¡Baje la voz!

¡Cállese! -le increpó el pasajero-. ¡Usted es mi empleado! ¡Yo he pagado un boleto en primera clase! ¡Usted cobra su sueldo del dinero que pagamos nosotros, los pasajeros!

-¡Si me sigue gritando, llamaré a la policía y lo bajaremos del avión! -lo amenazó el capitán.

-¡No tiene que llamar a la policía! -gritó el Napoleón atildado, dando un paso atrás-. ¡Yo me bajo inmediatamente de este vuelo de mierda!

Luego retiró su maletín de mano y, antes de irse, el rostro adusto, la mirada flamígera, me gritó:

-¡Y tú, en vez de estar hablando todo el tiempo de Maduro en tu programa, deberías denunciar a esta compañía de mierda, que abusa de los pasajeros!

Sorprendido de que, desorbitado, fuera de sus cabales, el Napoleón colombiano me gritase a mí también, preferí replegarme en un prudente silencio.

-¡Mamagüevos! -le gritó al capitán, antes de marcharse, ofuscado, jalando su maletita.

Probablemente el capitán no entendió la procacidad, o, si la entendió, tuvo el buen tino de no responderla.

Una hora después, a medianoche, el capitán anunció con voz compungida que la aeronave tenía una avería y debíamos descender de ella y esperar en la puerta de embarque a que llegase otro avión que nos llevaría a Bogotá. Quedó en evidencia que nos había mentido con el cuento del cuaderno de bitácora. Eso enfureció todavía más a los pasajeros. Muchos de ellos tenían hambre y sed, habían pasado horas esperando en el aeropuerto, habían hecho conexiones con esperas prolongadas, y comprensiblemente estaban hartos, disgustados, con ganas de gritar un insulto o pegarle a alguien.

Una amable señorita uniformada, de nombre Tatiana, muy linda, se acercó y me dijo que el nuevo avión llegaría en un par de horas y luego demorarían una hora más en pasar las maletas del avión estropeado al nuevo.

-Con suerte, despegarán a las tres de la mañana -me dijo, y le agradecí la franqueza.

Todo se veía mal, demasiado mal. Si, en efecto, el nuevo avión partía a las tres de la mañana, llegaríamos a Bogotá pasadas la seis de la mañana, y yo llegaría al hotel hacia las siete u ocho, hecho polvo. Y el acto en la feria era a media tarde. ¿Conseguiría dormir unas pocas, insuficientes horas en el hotel? ¿Llegaría desvelado a la charla en la feria? ¿Encontraría reservas de energía, locuacidad y paciencia para atender a todos mis lectores, no habiendo dormido en toda la noche? ¿Debía viajar, o, dadas las circunstancias, era mejor abortar la travesía, cancelar la presentación que había anunciado noche a noche en mi programa, durante más de un mes?

Llamé a mi esposa, pasada la medianoche, y pensó que ya había llegado a Bogotá. Cuando le conté todas las desgracias, no vaciló en decirme:

-Regresa. Regresa a la casa ahora mismo. No viajes. Es una señal del destino. Ven a dormir en tu cama. No mereces sufrir tanto.

Luego me recordó que yo estaba pagándome el viaje, que la feria no me había invitado, que yo me había invitado a la feria. También me dijo que mis enemigos políticos en Caracas podían haber mandado sicarios para hacerme daño en Bogotá.

-Por favor no viajes -me pidió-. Ya me da miedo. Regresa.

En ese momento, decidí que volvería a casa. Pero antes llamé a un amigo en la editorial en Bogotá, John Alexander Cáceres, que me había ayudado, con enorme generosidad, a abrir las puertas de la feria y conseguirme la sala más grande para ese domingo. Le conté que el vuelo estaba cancelado, que no sabíamos si llegaría el nuevo avión, que me encontraba extenuado y con pocas ganas de viajar.

-No te preocupes -me dijo-. Anunciaremos que se canceló el vuelo. Tu público entenderá.

Acordamos que no viajaría aquella noche malhadada y reprogramaríamos la visita. Tan pronto como corté, me sentí un hombre libre y me dispuse a volver a casa.

Sin embargo, no lo hice. Algo me paralizó, me refrenó. La voz de mi madre, que habita en mí, me habló, me dijo: has anunciado este viaje durante semanas en el programa, no puedes ser tan blando, tan débil, tan pusilánime, que, al primer contratiempo, te hartas y lo cancelas todo. Sé fuerte. Aguanta. Resiste. No te rindas. No tires la toalla. Tu público no merece que le hagas ese desaire.

Decidí entonces esperar una hora. Si el cabo de una hora no había noticias, volvería a casa.

Media hora después, mi mujer me llamó y preguntó, inquieta, dónde estaba. Le dije que me había propuesto esperar una hora más.

Pasó una hora, hora y media, y no había noticias del nuevo avión. Me rendí. Tiré la toalla. Estaba alejándome de la puerta de embarque cuando la amable señorita uniformada, la linda Tatiana, vino corriendo tras mis pasos y anunció, risueña:

-Señor Baylys, ¡ya llegó el avión!

Llamé a mi esposa y le dije que viajaría, pues no podía defraudar a mi público.

-Estás loco -me dijo ella-. Te van a matar. Era una señal del destino para que no fueras. Vas a ir y te van a matar.

Una hora después, estaba sentado en el nuevo avión.

Para mi consternación, el Napoleón respingado de cabeza calva apareció, como si nada hubiera pasado, y se sentó en la otra ventana de la primera fila.

Pasé el vuelo viendo una película que mi hija mayor me había recomendado, “Can you ever forgive me?”, sobre una escritora frustrada, alcohólica, que hace pillerías en Nueva York.

Al llegar al aeropuerto de Bogotá, me sorprendió que un puñado de policías migratorios me reconocieran y se hicieran fotos conmigo.

El gobierno me había ofrecido protección, pero no quise recibirla. Un chofer del hotel fue a buscarme. Llegamos al hotel a las siete de la mañana. Era un Four Seasons espléndido, en el edificio del antiguo Charleston, al lado del Sofitel. Me dieron una suite estupenda. Pedí que no me pasaran llamadas. Me llevaron jugos de frutas y bananas a la suite. No tardé en dormirme. Dormí de ocho de la mañana a tres de la tarde. Desperté risueño y rozagante, como un bebé. El destino me había premiado, por no cancelar el viaje, con ese sueño reparador. Me di una larga ducha, me vestí con traje y corbata como si fuera al programa y el chofer del hotel me llevó a la feria.

Me habían reservado el salón más grande, donde cabían ochocientas personas. Había más de mil. La sala estaba desbordada. Me recibieron con un aplauso atronador, el más espectacular que había recibido en años. Hablé durante una hora, disfrutándolo. Luego firmé ejemplares y me hice fotos con los lectores y recibí regalos de ellos y prometí leer sus escritos y enviarles saludos en el programa. Aquella larga procesión de lectores, muchos de los cuales habían tomado aviones desde Medellín o Cali o Cartagena o Barranquilla para verme, duró tres horas. Atendí a cuatrocientas, quinientas personas, una a una, con una sonrisa paciente para cada lector o cada familia de lectores.

Enseguida me llevaron toda prisa al aeropuerto, me di una ducha en el salón vip, me puse ropa cómoda para viajar y el avión despegó a tiempo, poco después de la medianoche.

Llegué a casa exhausto, cuando amanecía. Me sentía orgulloso. En cierto modo, había triunfado. El azar me había emboscado con una seguidilla de contratiempos insidiosos y, sin embargo, no me había derrotado. Mis enemigos políticos no habían afeado el acto, no me habían agredido a cuchillo o pistola o salivazos, como lo ensuciaron con insultos homofóbicos cierta vez en Madrid. Los organizadores de la feria, que, como de costumbre, me habían pasado por alto, comprobaron que yo, con solo anunciar mi visita en el programa de televisión, tenía suficientes lectores como para llenar la sala más grande. Desde luego, seguirán ignorándome. Pero yo continuaré invitándome y propiciando esos encuentros tan felices y alentadores con mis lectores. Prometo que, contra viento y marea, volveré a la próxima feria del libro de Bogotá, donde tantos lectores me hicieron sentir tan querido, tan en casa.

@BaylyTVOficial1

Publicado: mayo 13 de 2019

Un comentario

Los comentarios están cerrados.