Los promotores del cambio constitucional de 1991 adujeron que era necesario abrir sus compuertas sin acogerse a la letra de la normatividad vigente hasta ese entonces, pues la misma hacía prácticamente imposible adaptar las instituciones a las nuevas realidades imperantes en el país. Alguno de ellos manifestó que había que poner en juego la imaginación para desbloquear la institucionalidad colombiana.
A la sazón regía la disposición que adoptó el Plebiscito de 1957, según la cual las reformas constitucionales solo podrían llevarse a cabo en adelante por el Congreso, mediante el procedimiento especial del acto legislativo.
Pero en los años anteriores habían fracasado, por distintos motivos, tres importantes proyectos de reforma constitucional, lo que dio lugar a pensar que dicho procedimiento era inadecuado para adoptar los cambios que se consideraba necesario introducir.
El primero de ellos fue el Acto Legislativo No. 2 de 1977, que contempló la convocatoria de una Asamblea Constituyente con competencia limitada a unas pocas materias relacionadas, entre otras, con el régimen territorial y la administración de justicia. Pero la Corte Suprema de Justicia lo declaró inexequible mediante sentencia de 5 de mayo de 1978, por considerar que el Congreso, como titular de un poder constituyente secundario, no podía delegarlo ni siquiera parcialmente en otro organismo. Este fallo rompíó con una larga tradición jurisprudencial, introdujo una tesis tomada de la obra de Karl Schmitt que ha sido funestísima para la evolución constitucional posterior y dio pie para pensar, además, que su trasfondo era una sórdida venganza contra el presidente López Michelsen.
El segundo fue el Acto Legislativo No. 1 de 1979, que contemplaba importantes reformas judiciales. La Corte Suprema de Justicia declaró su inexequibilidad por vicios procedimentales, en noviembre 3 de 1981.(Vid. Dos reformas fallidas).
El tercer intento fue el ambicioso proyecto que presentó el gobierno de Virgilio Barco el 27 de julio de 1988, el cual naufragó en el año siguiente cuando, ya al borde de su aprobación en segunda vuelta, la Cámara de Representantes le introdujo una perniciosa iniciativa de consulta al pueblo acerca de la extradición de nacionales. El gobierno se vio entonces en la necesidad de retirar el proyecto.(Vid. Virgilio Barco el precursor olvidado).
Esta secuela de fracasos condujo a pensar que la Constitución solo podría reformarse sustancialmente mediante algún procedimiento irregular. César Gaviria acudió al peor que pudiera concebirse: la expedición de un decreto de estado de sitio que invitara al electorado a decidir si convocaba una Asamblea Constituyente y, en caso afirmativo, procediera a elegirla con unos cometidos específicos. De ese modo se cerraba un funesto capítulo de nuestra historia inconstitucional, el del abuso de la figura del estado de sitio.
La Constitución Política hoy en vigencia tomó atenta nota de los inconvenientes de la rigidez para reformarla, por lo cual adoptó un esquema de flexibilidad según el cual es posible introducirle cambios mediante cualquiera de estos tres procedimientos: el acto legislativo aprobado por el Congreso, el referendo aprobado por la ciudadanía y la Asamblea Constituyente convocada por el electorado previa autorización del Congreso mediante ley.
En parte alguna aparecen en la Constitución las famosas «cláusulas pétreas» que sean irreformables de hecho o de derecho, o cuya modificación esté sometida a severas restricciones, salvedad hecha de la protección respecto de las normas sobre derechos y garantías fundamentales, procedimientos de participación popular y el Congreso, por cuanto los actos legislativos que las modifiquen pueden ser objeto de referendo revocatorio, según lo dispuesto por el artículo 377 de la misma.
Pues bien, la Corte Constitucional, abusando descaradamente de la interpretación constitucional, tema al cual se ha referido hace poco el exmagistrado José Gregorio Hernández (vid. Inestabilidad jurídica), ha echado mano de la distinción entre la parte dogmática y la parte orgánica de la Constitución no solo para afirmar la superioridad de la primera sobre la segunda, sino para sostener que aquella contiene las decisiones políticas fundamentales que, según Karl Schmitt, solo pueden adoptarse y reformarse por el Poder Constituyente Primario.
En esas decisiones políticas fundamentales se manifiesta el «espíritu de la Constitución», vale decir, lo que la Corte ha denominado sus «elementos basilares». Pero no se las encuentra consagradas de modo formal en ciertos textos jurídicamente destacados, sino que se manifiestan mediante un trabajo similar al que realizan los «médiums» o «canalizadores» que invocan espíritus o reciben sus revelaciones. El espíritu de la Constitución es lo que la Corte identifica arbitrariamente como tal, de suerte que considera que lo contradice una segunda reelección presidencial o una comisión de aforados, pero no el contenido del NAF, respecto del cual dice que el juicio sobre el alcance de sustitución de la Constitución que el mismo conlleva debe relajarse en aras de la paz.
Ese espíritu etéreo y elástico le sirve a la Corte Constitucional para liquidar cualquier iniciativa que por cualquiera circunstancia le desagrade.
En la Sentencia C-141 de 2010 sostuvo enfáticamente que la sustitución total o parcial de los «elementos basilares» de la Constitución, esos que integran su «espíritu», solo es posible mediante Asamblea Constituyente convocada y elegida con ese propósito, mas no mediante acto legislativo y ni siquiera por medio de referendo (vid. http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2010/c-141-10.htm).
Ahora bien, como acaba de mostrarlo Germán Vargas Lleras en un artículo reciente publicado por «El Tiempo», la regulación que trae el artículo 376 de la Constitución Política acerca de una Asamblea Constituyente es tan engorrosa que la hace de hecho inviable para resolver cualquier crisis política. Requiere, en efecto, ley aprobada por mayoría absoluta de integrantes de ambas cámaras, control previo de la Corte Constitucional y que goce de la aprobación de la tercera parte del censo electoral (12.700.000 votos válidos), para luego proceder, en otra jornada, a la elección de sus integrantes (vid. ¿Es la constituyente el camino?).
Quiere decir lo anterior que las llaves de la reforma de la Constitución están en los bolsillos de la Corte Constitucional, que no solo ejerce la guarda de la integridad y la supremacía de nuestro ordenamiento superior, sino que de hecho se considera su dueña y señora. En rigor, ha usurpado la soberanía que según el artículo 3 de la Constitución Política reside exclusivamente en el pueblo.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: mayo 30 de 2019
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