Los días comienzan sosegada, perezosamente, sin prisas ni alarmas. Son las doce del mediodía. He dormido con largueza todo lo que el cuerpo me ha pedido. En mi caso, la felicidad, o una sensación de bienestar que se parece tanto a ella, se desprende de las horas de sueño que me he permitido. Quiero decir: dormir poco me convierte en un individuo desdichado; dormir bastante me hace una mejor persona.
A mediodía mi mujer suele estar en el gimnasio o en la playa. Tiene admiradores, adoradores, enamorados. No son mis enemigos. Competimos. Creo en la libre competencia, también en el amor y el deseo. Cuida su cuerpo, lo refina, lo embellece. Luego lo exhibe. Al hacerlo, se siente joven, deseada. Impone su poderío. Cada mirada rendida de un admirador le concede un discreto triunfo personal.
Yo no voy al gimnasio ni a la playa. Tendrían que llevarme esposado. Detesto esos lugares. Guardo rencor a los espejos, se ensañan conmigo. Mi cuerpo es un hazmerreír, un espantajo. Procuro escamotearlo de la vista ajena. Exponerme al sol me ha parecido un suplicio desde que era niño. En aquellos tiempos, mi padre no me permitía usar protector de sol, decía que esas cremas eran para señoras. Ahora soy una señora y, aun si aplico bastante protector, me siento sumamente incómodo cuando me tiendo en la arena y expongo a los rayos viciosos del sol. A pesar de que mi casa está a pocos minutos de la playa, evito el sol y la arena como si fueran mis enemigos. La sombra, la quietud, el sosiego, eso es lo que me conviene. Ir por la sombra, buscar la sombra, es lo que el cuerpo agradece.
Mi desayuno consiste en un jugo de naranja con linaza y un número de pastillas. Todas ellas prometen retardar el envejecimiento, posponer la muerte. Dudo mucho de que funcionen, a buen seguro son un embuste. Luego salgo a pasear por la isla. No tengo un carrito de golf ni una moto o una bicicleta. No camino. Paseo en una camioneta de señora pizpireta, ricachona. Me detengo en la lavandería y dejo camisas y chaquetas; paso por el banco y saco billetes en efectivo de baja denominación; visito el correo y recojo la correspondencia de la casilla postal; compro cremas, perfumes, jabones, en la farmacia; finalmente entro en el café de todas las tardes y pido el pescado del día. A veces me acompaña mi esposa. Ella bebe una cerveza y come una ensalada. Con frecuencia alguien se acerca y me pide una foto o un saludo en el programa. Mi esposa no ve con simpatía esas efusiones de afecto que perturban el almuerzo y me obligan a encontrar sonrisas creíbles.
Después de almorzar, me encierro en mi escritorio. Disfruto de todas las comodidades de la modernidad: una gran computadora, una pantalla enorme, una silla reclinable maravillosa. No por eso escribo mejor. Hace muchos años aprendí a someter el vicio inconstante de la escritura a una disciplina rigurosa. Me encierro tres horas por reloj, de dos a cinco de la tarde. Me obligo a escribir, aunque no me encuentre inspirado. A veces las musas no descienden, no acompañan, y hay que aprehenderlas, secuestrarlas. Escribir es siempre una agonía, un tormento. Al mismo tiempo, es también una terapia, una sanación. Todas las cloacas de la memoria van a morir al mar turbio de la escritura. Toda la baja policía del inconsciente será echada al vertedero a veces pestilente de la ficción. Escribir es bajar a las alcantarillas y los albañales de la vida misma y salir encharcado y apestando. Yo trato de hacerlo todas las tardes. No hacerlo, eludirlo, me hace daño, me entristece, socava mis fuerzas para vivir. Por el contrario, cuando consigo escribir me redimo de mis fracasos y enfrento a las adversidades de la vida con bríos renovados. No sé si me leen, o cuántos me leen, o cuándo me leen, todo eso escapa a mi control. Solo sé que debo escribir, que no debo faltar a esa cita con mi destino.
Mientras escribo, la puerta está cerrada y el teléfono apagado. Pero mi hija pasa y me interrumpe todas las veces que quiere, ella siempre es bienvenida. Lo mismo ocurre con el perrito, que, si llora o rasga la puerta, me obliga a ponerme de pie y dejarlo pasar. Mi esposa solo entra cuando se trata de algo importante. No atiendo llamadas telefónicas, por urgentes que parezcan. No pienso en la política. Trato de no escribir sobre cosas políticas pasajeras, aldeanas, tribales. Trato de escribir sobre cosas que puedan ser leídas años después, sin haber perdido la capacidad de capturar el interés del lector.
Tras escribir, me pongo ropa deportiva y salgo a correr. Es un momento de gran felicidad. Tengo la suerte de vivir en una isla, en un barrio precioso. Conozco las calles más amables de la isla, aquellas menos recorridas por autos y peatones. Corro tranquilamente en ellas, sin afanarme demasiado en alcanzar la máxima velocidad, por espacio de una hora. La contemplación de los árboles, las casas, los pájaros, las iguanas, los raros caminantes ensimismados que me sonríen al pasar, me instala en el centro mismo de la felicidad: esa isla apacible es el lugar que he elegido para vivir y es también donde más feliz he sido, y todo eso lo recuerdo cada tarde, cuando salgo a correr. Me gusta tanto correr que a veces lo hago cuando está lloviendo o por llover. No escucho música, me gusta oír el rumor apenas audible del vecindario. No soy el corredor más veloz. Diría que soy lento. No llevo prisa. No me molesta que otros me sobrepasen. Voy a mi ritmo, a mi aire. Mi esposa no entiende que me guste correr sin escuchar música. Ella necesita la música, le sirve como estímulo para correr. Ella sí va a toda prisa, como una atleta profesional. Yo soy una señora, y eso también se nota cuando salgo a correr y agito levemente la flacidez de mi vientre.
A las seis y media de la tarde, salgo al canal. La travesía raramente está exenta de congestiones. Es preciso hacer acopio de paciencia. Suele demorar una hora o poco menos. Escucho la radio argentina, radio Mitre. Sigo con atención todo lo que ocurre en la Argentina. ¿Por qué elijo una radio argentina, y no una radio española, o mexicana, o colombiana, o peruana? No lo sé. He vivido en Buenos Aires, he tenido apartamento en esa ciudad, he vivido pasiones amorosas allá, sueño con volver a vivir entre argentinos, cuando pase la crisis. Pero la crisis, por lo visto, no pasará. La crisis, me temo, es eterna. No por eso dejo de amar al país y aguardar con ilusión mi próxima visita. Mi esposa no ama a la Argentina como yo, no quiere irse a vivir allá abajo, tan lejos. Yo sigo siendo un argentino encubierto, solapado. Me sé todos los chismes y las intrigas de la política, del fútbol, de la farándula. No hay país que me resulte más fascinante y enloquecido, más delirante y divertido, más chiflado y estimable. ¿Será posible que algún día sea un país predecible, racional? ¿O las convulsiones, la behetría, el rifirrafe y el caos son consustanciales a la vida argentina?
Nada más llegar al canal de televisión, me encierro con el editor, un señor con manos de tijera, y procedemos a seleccionar, abreviar y ordenar todos los videos del día, que suelen ser más de cincuenta y menos de setenta. Son videos que provienen de todas partes e informan de los desastres que han ocurrido en el mundo. Las noticias son casi siempre malas noticias. Lo que más interesa es lo malo, lo truculento, lo tremebundo. El país que marcha bien no está en el radar de la noticia. Son los países atacados por desgracias y penurias los que más interesan, aquellos que más noticias nos proveen. No es mi papel solamente el de informar: la audiencia espera que también opine, que sobre todo opine. Ya elegir los videos, el orden, su duración, entraña una postura, una valoración. Más tarde, en el programa, cuando los propalemos, iré comentándolos, uno a uno, a veces con venenillo o acrimonia, en otras ocasiones con una sonrisa cáustica, o con una mirada desdeñosa, o salpicándolos de adjetivos guerrilleros, atrabiliarios. Es un trabajo que no me parece un trabajo, porque siento que he nacido para eso. He nacido para hablar, dar mi opinión. He nacido para cavar una trinchera y disparar desde ella sin compasión. Haciendo el programa, siento que estoy cumpliendo mi destino, y que los días serían chatos, incompletos, lisiados, si solo escribiera por las tardes y no hiciera televisión por las noches. Sin embargo, las horas que paso hablando en televisión son tan intensas e histriónicas, exigen tal esfuerzo físico y mental, que con frecuencia me dejan exhausto, sin palabras, sin sonrisas. De las horas dedicadas a escribir salgo vigoroso; después de las que paso en televisión, quedo extenuado, con dolores y temblores, como si regresara de una batalla, o una riña callejera, como si me hubiese envenenado un poco. La política es, en efecto, tóxica, venenosa, y eso lo confirmo cada noche, en el programa. Pero ¿de qué otra cosa podría hablar durante hora y media, ante una audiencia numerosa, si no de política?
Regreso a casa hacia la medianoche. También escucho la radio argentina, radio Mitre, en el trayecto de vuelta a la isla. Ya no se habla de política, ahora se habla de fútbol, y con una pasión adolescente, pueril, que nos hace creer que el fútbol, y en particular el fútbol argentino, es lo más importante de la existencia humana: con qué ardor se soliviantan los comentaristas, con qué delirio gritan los goles, con qué fiebres describen los partidos: gozo como un niño oyendo todo aquello, regreso a mi infancia en Lima, cuando leía la revista argentina El Gráfico y escuchaba en una radio a pilas a los comentaristas de fútbol y pensaba que ese debía de ser el mejor oficio del mundo, que te pagasen para viajar y ver fútbol, que te pagasen para hablar de fútbol todo el tiempo, qué maravilla.
El perrito me recibe con monerías. Me siento en el piso de la cocina, juego con él, nos damos besos lengua con lengua. Luego como tres huevos cocidos y bebo un jugo de papaya. Mi mujer me espera arriba, en el segundo piso, despierta. No ha visto el programa, se aburre viéndolo. Me quito la ropa de la televisión, me lavo la cara y me echo a su lado. Puede que sea el mejor momento del día.
Publicado: abril 8 de 2019
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