La mirada atónita de mi señora lo decía todo. Pensé, su recurrente llamado de atención: por estar distraído en mis pensamientos no habíamos llegado juntos a cabina. Pero no, me obligó sentarme y en susurro me contó algo que había presenciado minutos antes.
Mientras colocaba su maletín de viaje en el portaequipaje una voz enojada de una pasajera que entraba al avión la sorprendió:
–¿Usted es Pastor Alape?, cuestionó decidida una joven con acento paisa.
–Sí señorita, respondió el interlocutor.
–¡Bandido!Todo el daño que le ha hecho al país y viajando en ejecutiva.
La atmósfera se enrareció y las azafatas le pidieron a la joven seguir hasta su silla de clase económica. EL avión despego y ya, en altura de crucero, me dije: es hora de garabatear. Empezaba a tantear mi laptop en este vuelo de Medellin-Monterìa para escribir sobre los alcances del narcotráfico –a propósito de la discusión sobre el uso del glifosato en un país inundado de coca, cuya tragedia es la adicción de los jóvenes–. Nos asombró nuevamente la llegada a la cabina de la misma jovencita, quien interrumpió al pasajero sombrío que miraba fijamente su computador.
-Señor, ya no tendré otra oportunidad de hablarle. Y descargó una tras otra sus preguntas emocionadas, teñidas de dolor y lágrimas:
-Díganos: ¿por qué nos han hecho tanto daño?, ¿por qué tanta masacre?
El interrogado envió a su acompañante (¿escolta?) al puesto de enfrente, y le ofreció a la muchacha tomar la silla a su lado ahora libre: “Siéntese y conversamos”.
Yo escuchaba la sarta de interrogantes, pero lamentablemente no podía percibir con claridad las respuestas del exguerrillero apodado Alape, cuyo nombre verdadero es Félix Antonio Muñoz Lascarro.
–Hábleme, pero no como guerrillero. Hágalo como ser humano: ¿cómo se siente luego de haber asesinado a tantas personas?
Las lágrimas no le permitían esperar respuestas: Mire, la gran mayoría de los colombianos somos gente buena, sencilla, con valores que nuestras familias nos han inculcado. ¿Nunca le enseñaron esto? Yo de inmediato recordé el primer anillo de integridad que conforma el cerebro ético del individuo; su existencia se materializó en las palabras de la antioqueña.
Alcancé a escuchar la respuesta de Alape: “A mí también me persiguieron y acabaron con mi familia, los paramilitares…”.
–No diga eso, lo regañó. “La guerrilla fue primero que los paramilitares y estos nacieron para defenderse de los atropellos de ustedes”.
–Señorita, deme su teléfono y yo la llamo para qu conversemos.
–Me da terror, respondió ella. ¡Me puede pasar algo! Mas bien deme el suyo y seguimos esta conversación.
Las azafatas no pudieron contener la necesidad rabiosa y turbulenta de la joven de pedir explicaciones. Su madre llegó a buscarla y fue la única que logró calmarla y regresarla, dócil, a su silla de clase económica.
Aterrizamos en Montería: Alape y su acompañante fueron los primeros en bajar del avión.
Aunque no logré escucharlo con precisión, reconocí su frialdad; no se inmutó. Su amabilidad para con la joven paisa se me antojó forzada. No pudo encontrar razones para explicar un proceso plagado de dudas; ¿entablaría un diálogo franco exigido por el poder de las convicciones?
Aplaudo las conversaciones de paz, pero la responsabilidad social es ineludible. Volar en primera clase es un privilegio inmerecido que rechaza la sociedad y aleja la paz espiritual que anhelamos los colombianos.
He preguntado siempre dónde está el alma de las personas violentas que cometen crímenes atroces. No importa en qué margen se encuentren, desprecian la vida y la dignidad del ser humano. Es como si el gen de la maldad y la crueldad estuviera en la canoa de la violencia y los transportara de orilla a orilla.
Algo sí tengo claro: La conciencia, esa pequeña criatura que todos llevamos dentro y que no nos deja dormir; ese despertador moral del ser humano, les ha de preguntar todas las mañanas: ¿y las razones?
Tengo todavía la imagen paternal del cadete de San Bernardo (víctima del miserable atentado en la Escuela de Policía General Santander) abrazada a la bandera de Colombia. Y pregunto con dolor de padre y lágrimas en los ojos, lo mismo que esta jovencita: ¿por qué?
Diptongo: mi hija, al leer este artículo, preguntó: Papa, ¿tú no crees en la reconciliación? Mi respuesta la inspiró una jovencita de su generación, Lorena Murcia (Corporación Rosa Blanca): sin impunidad y con responsabilidad.
Publicado: marzo 22 de 2019