Tuve la mala suerte de ser el hijo mayor de mi padre. Me puso su nombre, que era también el nombre de mi abuelo. Esperó que yo fuese como él: rudo, brutal, pistolero, matón, cazador de animales. Pero yo salí genéticamente opuesto a él, idéntico a mi madre: delicado, sensible, asustadizo, pusilánime, femenino, afectado. Yo era mi madre en miniatura, mi madre sin vagina. Mi padre era una bestia con mi madre, la hacía llorar, y naturalmente era una bestia también conmigo: me ponía de espaldas a él, me bajaba los pantalones, se sacaba la correa y me daba correazos en las nalgas. ¿Por qué? Porque odiaba que su hijo mayor fuese delicado y sensible. Porque odiaba su vida, y odiaba mi vida, y cada correazo era una manera desesperada de desahogar su desdicha, su infelicidad.
Mi padre era despótico, autoritario, mandón. A mi madre la trataba como si fuese su súbdita, su esclava. La insultaba, le daba órdenes, la hacía llorar. Le hizo doce bebés, de los cuales nacieron vivos diez, yo el mayor de los hombres. Le hacía un bebé cada año, cada año y medio. Mi madre era la mujer que lloraba en silencio y rezaba conmigo. Yo la amaba. Éramos inseparables. Nos íbamos a rezar el rosario en latín frente a la virgencita del jardín. Esperábamos con terror a que mi padre llegase del trabajo. Llegaba furioso, él siempre estaba furioso, se servía un whisky y descargaba su ira en nosotros. Yo le tenía pavor, escapaba de él, me escondía de él. La casa era muy grande, me metía en los cuartos de los empleados y me refugiaba con ellos de la furia asesina de mi padre. Ellos me querían como mi padre era incapaz de quererme.
Borracho, siempre borracho, furioso, siempre furioso, mi padre sacaba sus armas, las colocaba en la mesa grande del comedor y las limpiaba con una delicadeza y una minuciosidad que me asustaban, porque parecía un loco, un sicópata. Acariciaba sus armas como nunca lo vi acariciar a mi madre. Las tocaba, las lustraba, las soplaba, les sacaba brillo a las balas. Las armas de fuego (pistolas, revólveres, carabinas, escopetas, fusiles de guerra) tenían un lugar sagrado en su corazón, al que mi madre y yo no podíamos llegar.
Los fines de semana mi padre tomaba y tomaba y escuchaba programas de radio en inglés de la BBC de Londres. Cuanto más whisky tomaba, más violento e irascible se tornaba, más mezquino y vicioso se volvía, más prepotente y abusivo se hacía. A mí me miraba siempre con desdén, con rabia, con una cólera que yo no entendía de dónde venía, en qué rincón del infierno se originaba. Pero él veía a mi madre en mí, veía en mi rostro, mis maneras, mi andar, todos los rasgos de mi madre, y entonces se impacientaba y quería volverme un hombre rudo, áspero, brutal, pistolero, como él mismo. Aquella era una causa perdida. Yo no quería ser como él, no podía ser como él. Yo era mi madre, completamente mi madre: pío, bobito, limpio de intenciones, exento de malicia, devoto en grado sumo, lector ensimismado. Para vengarse, mi padre me mandaba a limpiar las cacas de los perros, sabiendo que eso me humillaba. La casa era muy grande, teníamos muchos perros, había muchas cacas en los jardines de esa casa que parecía infinita a los ojos de un niño como yo. Luego me mandaba a limpiar los carros. Yo obedecía sin chistar porque le tenía pánico, y si osaba poner una mínima cara de disgusto, me arriesgaba a que me diera un golpe o me agarrase a correazos en el culo. Con mi padre no podía uno correr riesgos, era cosa seria, un animal salvaje, desatado, belicoso, siempre dispuesto a agredirte. Después de recoger las cacas y limpiar los carros, me exigía que fuese a dejar veneno para matar a las ratas y, si encontraba una rata muerta, recogerla y enterrarla. Mi padre sabía que esos encargos eran asquerosos, que yo odiaba cumplirlos, y por eso mismo me los imponía. Yo solo quería estar en mi cuarto, leyendo, oyendo la radio. Mi padre quería estropearme el fin de semana, llenármelo de cacas y venenos, y lo conseguía.
También le gustaba hacerme disparar sus armas. Veía a una paloma, un colibrí, me daba su pistola y me decía dispárale. Yo disparaba y casi siempre fallaba, lo que era un alivio para mí, porque no quería matar al colibrí, que me parecía la criatura más bella e indefensa del mundo. Pero mi padre tenía una puntería maléfica, asesina, y mataba al colibrí, a la paloma y a cuanto animal se moviera cerca de él. Cuando entraba algún perro de las casas vecinas, lo despachaba a tiros y luego me exigía que lo enterrase, qué oscuro deleite se dibujaba en su rostro luego de abalear a un pobre perro curioso. Cuando venían las palomas, sacaba una escopeta, la cargaba de cartuchos y mataba seis, ocho palomas por disparo. Era una bestia asesina. Necesitaba matar para sentirse bien. Yo no era como él. No quería disparar, no quería matar. Pero mi padre quería que yo fuese un cazador despiadado. Por eso me llevaba a sus cacerías. Le encantaba matar pumas y venados. Era muy difícil matar un puma. Era menos difícil matar venados. Cómo le gustaba a mi padre matar venados, era una cosa imposible de entender. Cuando por fin tuvimos a un venado en la mira, me exigió que lo matase. No pude apretar el gatillo, me dio pena, fui mi madre, no mi padre, en ese momento capital de hombría. Mi padre me insultó y mató al venado. Nunca más me llevó de cacería. Sabía que yo era un fracaso como cazador. Y si era un fracaso como cazador, era también, a sus ojos, un fracaso como hombre.
Mi padre enloquecía de cólera cuando veía que yo era incapaz de tirarme de cabeza a la piscina, porque yo era tan bobito y cobarde que me daba miedo y me tiraba un panzazo bochornoso, ridículo, que lo avergonzaba ante sus amigos ricachones, pistoleros, todos borrachos, riéndose de mí, porque yo no sabía tirarme de cabeza y me daba un panzazo más. Lo que más me dolía era que mi padre se burlase de mí ante sus amigos, yo escuchándolo todo. Me dolía mucho más que sus correazos en las nalgas, que al menos me los daba en mi cuarto, sin que sus amigos nos viesen. Pero cuando lo escuchaba riéndose desdeñosamente de mí ante sus amigos, llamándome señorita, princesita, bailarina de ballet, jugadora de vóley, mariconcito, me ardían las mejillas de rabia y vergüenza y me sentía el niño más odiado e infeliz del mundo, porque mi padre y sus amigotes, todos borrachos, se reían cruelmente de mí. Yo odiaba a mi padre, lo odiaba con toda mi alma, quería envenenarlo, matarlo, alejarme para siempre de él.
Muy temprano, cuando amanecía, mi padre, que había dormido mal porque se quedaba dormido tomando whisky y oyendo la radio en inglés, me llevaba al colegio. Manejaba muy deprisa, furioso, encabronado, insultando a los camioneros, diciéndoles cosas racistas, ¡indio de mierda, anda a manejar una llama, una vicuña!, mostrándoles la pistola, el pistolón, amenazándolos con matarlos. Era un camino largo y espantoso, un tormento que duraba una hora, y mi padre descargaba toda su furia asesina en los conductores, a los que sobrepasaba entre insultos. Parecía un hombre trastornado, poseído por el demonio, demente, impaciente por matar, y lo era. Yo tenía pavor de que matase a algún chofer. No me atrevía a decir una palabra. Me agachaba, me encogía, me ensimismaba, me empequeñecía, trataba de ser invisible, transparente, ausente. Esos viajes al colegio eran una tortura. Cuando por fin llegaba al colegio y me alejaba de mi padre, lloraba para aliviar la tensión del viaje.
Mi padre me amenazaba con meterme en un colegio militar que era un internado. Me decía que a golpes y patadas iban a sacarme todas mis delicadezas. Había que hacerme un hombrecito, un macho, y él se encargaría de eso, porque mi madre me había convertido en una señorita, una beata, una cucufata, con sus rezos y oraciones. Mi padre quería dejarme en el internado militar y no verme por meses y recogerme en el verano y sentir que por fin me habían convertido en el hijo macho, machote, que él quería tener y yo no podía ser. Por suerte no me metió en el internado militar. Quiso hacerlo, pero mi madre se lo impidió: me sacó de la casa cuando tenía trece años y me mandó a vivir con sus padres, mis abuelos maternos, y entonces, recién entonces, comencé a respirar sin miedo y a levantarme por las mañanas sin pánico a que mi padre me diese una paliza más o me humillase con una lluvia ácida de insultos y procacidades.
Con los años, casi todo lo que hice (mis libros, mis escándalos, mis amantes, mis besos, mis programas de televisión) fue una venganza contra mi padre. Nada de lo que yo hacía le gustaba, y no se cortaba en decírmelo, en insultarme y humillarme. Mis primeras columnas en el periódico, cuando yo era todavía menor de edad, le parecían estúpidas, deplorables, risibles, y me lo decía, borracho, siempre borracho. Mis primeros programas de televisión le parecían amanerados, rebuscados, pretenciosos, y me lo decía con lenguaje arrabalero. Mis primeros libros le parecieron asquerosidades, basura, mariconadas, y así me lo hizo saber, secundado por mis hermanos. Nunca me elogió un libro, una columna, un programa, una entrevista. Todo lo que yo hacía la parecía ridículo, patético, vergonzoso. Nunca me dio un abrazo, me dijo un elogio sentido, me dijo que sentía orgullo de mí. Yo fui su hijo fallido, fallado. Yo fui su hijo genéticamente erróneo, mal programado. Yo fui el hijo que nunca hubiera querido tener, el hijo que le dio tantas vergüenzas y tantos disgustos. Y así se nos pasó la vida, él insultándome, diciéndome cosas mezquinas, rebajándome, yo odiándolo con toda mi alma, evitándolo, escapando de él y su furia asesina.
Por eso, cuando por fin murió, sentí un descanso en mi espíritu. Pero antes pasé por la clínica, le di un beso en la frente y le dije que lo perdonaba.
Publicado: febrero 11 de 2019
? que final tan lindo.