Estos días he cumplido cincuenta y cuatro años. El plan familiar era celebrarlos en las montañas nevadas de Colorado. Ese plan abortó de un modo inesperado y repentino que aún me sorprende.
Había comprado los boletos aéreos con meses de anticipación. Había pagado dos habitaciones en un hotel al pie de la montaña. Viajaríamos mi esposa, nuestra hija de siete años, la nana de nuestra hija y yo.
Debíamos salir a las cinco de la mañana al aeropuerto. Esa noche fuimos al cine a ver una película alemana, “Never look away”, que me conmovió profundamente. Es una obra maestra. Dura tres horas. Me hizo llorar. Me recordó que el arte, solo el arte, sana las peores heridas sentimentales.
De regreso a casa, pasada la medianoche, mi esposa me dijo que no tenía ganas de viajar. Usó esa palabra tan familiar a los peruanos: flojera. Me da flojera, dijo. Me sorprendió. Yo había planeado el viaje a Colorado porque a ella le gusta mucho esquiar. De pronto comprendí que tal vez estaba cansada de haber esquiado tanto en diciembre como en enero. Le dije, sin embargo, que debíamos viajar. Hay que tener fuerzas para llegar al avión, sugerí. Luego dormiremos todo el vuelo y estaremos felices en Colorado, me aventuré a predecir el futuro.
Pero estaba equivocado.
Antes de dormir, hicimos maletas. Apagamos las luces a las dos de la mañana. Dormimos apenas dos horas. A las cuatro y media sonó el despertador. Me di una ducha rápida, me vestí con ropa polar, cargué las cuatro maletas a la camioneta. Entretanto, la nana despertó e improvisó un desayuno ligero para todos. Nuevamente, mi esposa me dijo que no tenía ganas de viajar. Le rogué que fuésemos valientes y viajásemos.
Cuando despertamos a nuestra hija, ya las maletas dentro de la camioneta, listos para salir, tuvo una crisis sentimental. No había dormido lo suficiente. Es como yo: si duerme poco, si duerme mal, rompe a llorar. Mientras mi esposa trataba de desperezarla y animarla para emprender el viaje, nuestra hija, bañada en lágrimas, tristísima, nos dijo que no quería viajar. No quería ir al frío. No quería esquiar otra vez. Estaba harta de esquiar. Sentía que la obligábamos a esquiar. No quería perder clases. Tenía exámenes importantes. No quería faltar a esos exámenes.
Al verla llorar, decidimos que no viajaríamos. Mi esposa volvió a la cama, encantada. Mi hija continuó durmiendo. La nana se retiró sorprendida, y tal vez contenta, a su habitación. Yo, resignado, derrotado, saqué las pesadas maletas de la camioneta, las llevé resoplando al segundo piso, llamé a la aerolínea y le informé de que no ocuparíamos nuestros asientos en el vuelo de aquella mañana. Luego le escribí al gerente del hotel, diciéndole que no llegaríamos a mediodía, como estaba previsto. Con suerte me devolverían el dinero que ya les había pagado. Con mala suerte perdería ese dinero. Ya era tarde para lamentarse. Apenado, sorprendido de haber cancelado un viaje por primera vez en mi vida, yo que he viajado tanto, que he corrido tantas madrugadas al aeropuerto, que me he multiplicado en dos y tres ciudades para ganarme la vida en la televisión (dado que no podía ganármela tan solo como escritor), me rendí ante el imperio antojadizo de mis mujeres y me abandoné a un sueño profundo, el sueño plácido del perdedor. No me gustó cancelar el viaje, achantarnos, recular. Me sentí un pelele, un pusilánime. La fatiga y la pereza nos vencieron. El áspero rigor de la madrugada nos derrotó. Vencidos, dormimos el sueño de los haraganes, hasta bien pasado el mediodía.
Al día siguiente, y al subsiguiente, lunes, que era feriado, no fui a la televisión. Pasamos el día lánguidamente, remoloneando, arrellanándonos en las tumbonas al pie de la piscina, refrescándonos en las aguas salinas, disfrutando de unos días de febrero que, por cálidos y húmedos, parecían de julio o agosto. No estábamos en las montañas nevadas, no estábamos esquiando, antes bien habíamos preferido quedarnos en casa haciendo nada, cultivando el ocio pasmado, mirando los aviones pasar, jugando con nuestro perrito. Parecíamos una familia de holgazanes, de apocados, de comodones felices. Salir de la isla nos daba pereza porque se celebraba una exhibición de botes que había colapsado el tráfico local; salir a un restaurante de la isla nos daba pereza porque los asistentes al espectáculo de los botes habían desbordado los restaurantes del barrio; todo, en suma, nos daba pereza, y nos recordaba que éramos una familia de flojos sin remedio.
El día de mi cumpleaños, decidí que trabajaría normalmente. Podía tomarme el día libre, me tocaba por contrato, pero ya había descansado de sobra. Me hace bien trabajar, escribir por la tarde, ir al canal de televisión por la noche, es una buena terapia para no caer en la abulia y la depresión. Mi esposa y yo almorzamos en el mismo café donde comemos todas las tardes. Antes de salir a la televisión, cantamos feliz cumpleaños, soplé las velitas, comimos una torta de chocolate exquisita y me llevé media torta para mis compañeros de trabajo en el canal. Solo recibí un regalo, el de mi esposa, una chaqueta de cachemira bebé que costaba una fortuna, ese regalo valía por diez, o por veinte regalos: ella me compra siempre las cosas más increíblemente cómodas, convenientes y lujosas, cosas que yo, por caras, ni loco compraría.
En el programa, donde todas las noches recibimos a un numeroso público en vivo que viene desde distintas ciudades, me esperaban con otra torta, y muchos espectadores me colmaron de afecto y regalos. Pensé: la vida es así, un caos, una sucesión de eventos impredecibles, debería estar en Colorado, pero estoy haciendo el programa, y está bien así, hay que adaptarse al caos, abrazar el caos, hay que aceptar los cambios bruscos, repentinos, que impone la vida, y acomodarse a ellos sin quejarse ni lamentarse, y ver el lado bueno de las cosas. No era yo quien había decidido dónde estar el día de mi cumpleaños, eran mi hija y mi esposa quienes habían decidido por mí, y así estaba bien.
Teniendo en cuenta toda la marihuana y la cocaína que consumí entre los veinte y los veinticinco años, y todas las pastillas para dormir que ingerí entre los cuarenta y los cincuenta años, no sé cómo me salvé de morir de una sobredosis, no deja de maravillarme que, con lo autodestructivo que soy, siga vivo, respirando, hablando, escribiendo.
He tenido mucha suerte. Tengo mucha suerte. Amo a mi mujer y mis hijas. Vivo en un lugar precioso. Hago lo que más me gusta, que es perseguir palabras, y, una vez que las capturo, decirlas o escribirlas. Soy feliz por eso. También soy feliz porque duermo mejor que nunca y ya no tomo pastillas para dormir, sino para regular mi bipolaridad.
Pero además he tenido suerte porque en cincuenta y cuatro largos años, que podrían ser las dos terceras partes de mi vida (si la fortuna me sonríe excesivamente y me permite llegar a los ochenta), no he sufrido ninguna calamidad, ninguna desgracia, ningún espanto mayor: no he peleado en una guerra, no he sido encarcelado, no he sido torturado (salvo sicológicamente por mi padre, cuando era niño), no he padecido enfermedades graves o terminales o terriblemente dolorosas, no he sido víctima de accidentes de tránsito o aéreos que me hayan dejado seriamente lesionado, no he sufrido ninguna pérdida familiar irreparable. He tenido una suerte del carajo, tengo una suerte del carajo. Qué es lo peor que me ha pasado, aparte de mi padre: me han operado del hígado; me han atropellado montando en bicicleta, rompiéndome el brazo; me he caído esquiando, sin grandes heridas que lamentar; me han despedido de las televisiones, por insolente o irreverente y por insultar a los dueños de los canales en vivo y en directo; han dado de baja a mis columnas semanales de tal o cual publicación, alegando que estaban reñidas con la ética periodística; y nada más, o más nada. O sea, las peores cosas que me han pasado son boberías, estupideces, mínimos rasguños físicos o sentimentales.
Porque podría haber nacido en el Perú en el siglo XV y haber muerto cargando piedras pesadas, subiéndolas a Machu Picchu. Podría haber nacido en el siglo XVI y haber sido torturado y quemado por La Santa Inquisición, acusado de brujo y hereje, cosas que he sido en esta vida y en las anteriores. Podría haber sido negro, esclavo, en Estados Unidos, el siglo XVIII. Podría haber sido soldado en la guerra civil de Estados Unidos, el siglo XIX. Podría haber sido soldado inglés en las dos grandes guerras mundiales del siglo XX. Podría haber sido judío en el Holocausto. Podría haber sido campesino en el Perú, masacrado por los terroristas maoístas.
Pero no, soy esto, solo esto: escritor, periodista de opinión, hablantín de televisión, charlatán apasionado y pistolero, narrador de ficciones tristes, enemigo de las multitudes, ermitaño, monje laico, anacoreta, nefelibata, drogadicto de sustancias legales, trotamundos que no sabe dónde pasará su próximo cumpleaños (porque eso depende de mi mujer y mis hijas), padre de tres hijas, amante rendido de mi mujer, padre adoptivo de un perrito que me besa en los labios y la lengua, exiliado, apátrida, descendiente de ingleses alcohólicos, amante de todo lo inglés, burgués, derechista, libertario, agnóstico, amante del dinero, especulador, rentista, capitalista, ricachón, inversionista en las sombras, cincuentón, barrigón y feliz, redomadamente feliz, obscenamente feliz. Tengo, pues, una suerte del carajo. Esperemos que la suerte siga acompañándome en este último tercio, hasta los ochenta años. Mientras tenga vida, seguiré cazando palabras, aprehendiéndolas, atrapándolas con una red imaginaria como si fueran mariposas, diciéndolas en público, escribiéndolas.
Publicado: febrero 25 de 2019