Un politólogo eminente, David Easton, ha dicho que la política es la acción social tendiente a la adjudicación autoritaria de valores.
Estos son los que la animan. Por medio de ella se pretende mejorar la sociedad. Si tal no es su propósito, se la distorsiona. Ese conjunto de valores que se promueve se integra dentro de un concepto venerable: el bien común. Este es el que permite predicar la racionalidad del acontecer político, de suerte que si se lo deja de lado se entra en el escenario de la sinrazón, la arbitrariedad, las formas patológicas o desviadas de entenderlo y orientarlo.
El bien común puede definirse como el conjunto de condiciones externas que estimulan el adecuado desarrollo de las personas, las familias y las comunidades con miras a su perfeccionamiento material, anímico y espiritual.
Bien se ve que hay valores de distintas clases y variadas jerarquías comprometidos en esta noción, por lo cual sus pormenores están abiertos a discusiones muchas veces interminables. Por eso, la política, como lo han observado estudiosos de la talla del profesor Duverger, exhibe una faz conflictiva. Es, si se quiere, el reino de lo controvertible por antonomasia.
En su seno se enfrentan intereses, apetitos, propósitos, ideales, utopías, doctrinas, discursos, programas, sensibilidades, protagonismos, modos de ser, etc. cuyas animosidades fácilmente derivan en violencia.
De ahí que la primera necesidad de un sistema político sea el establecimiento de reglas de juego que reduzcan al mínimo los riesgos de aquella, pues si se la generaliza lo que peligra es el sistema mismo.
La aceptación leal y efectiva de esas reglas de juego por los diferentes actores políticos no es otra cosa que el compromiso por la paz. Este compromiso entraña la renuncia a la violencia como arma política partidista. Si se la deja en manos del Estado, es porque de hecho no se puede renunciar del todo a ella para mantener el orden social, pero ese monopolio supone también la existencia de reglas llamadas a precaver los abusos de las autoridades.
En las sociedades contemporáneas se considera que ante todo las reglas garantes de la paz deben dar sustento a sistemas democráticos genuinos, a unas libertades básicas, a compromisos serios en torno de la acción social del Estado, a políticas de mejoramiento de las condiciones de vida de los sectores más desprotegidos, a promover la cohesión social y el desarrollo económico. Este, como dijo en memorable ocasión el hoy santo Pablo VI, es el nuevo nombre de la paz.
Pues bien, cabe preguntar si el Nuevo Acuerdo Final (NAF) que suscribió Santos con las Farc y obtuvo el aval del Congreso y la Corte Constitucional, en contra de manifestación expresa de la ciudadanía que votó mayoritariamente por el NO en el plebiscito del dos de octubre de 2017, ofrece en verdad garantías serias de una paz estable y duradera, o por el contrario mantiene el estado de violencia e incluso suscita nuevos factores de intensificación de la misma.
Cada vez se va viendo más nítidamente que el NAF no es un instrumento de paz entre los protagonistas de nuestros procesos políticos , sino de claudicación ante un sector minoritario al que se pretende dotar de ventajas exorbitantes para facilitarle la promoción de un proyecto totalitario y liberticida tendiente a someter al pueblo colombiano a un dominio tan oprobioso como el que se ha impuesto en Cuba y Venezuela.
En efecto, el NAF no significa la conversión de las Farc y sus aliados a los valores de la democracia liberal, sino la renuncia de esta a principios esenciales cuyo debilitamiento la desnaturaliza.
Solo la resiliencia del electorado colombiano, su negativa a darles el voto a los agentes de la revolución castro-chavista en su ominosa modalidad madurista y su rechazo a quienes han dado muestras de la barbarie más cruel y despiadada, podrán salvarnos del proceso de demolición que con buenas razones teme Eduardo MacKenzie que está en curso (Vid. La JEP o la demolición de Colombia).
He escrito en otra parte que Colombia padece la opresión de una dictadura judicial contra la que es necesario rebelarse. Inquieta que el presidente Duque muestre tanta vacilación para enfrentarla, pues parece temer que le suceda lo mismo que al expresidente Uribe, contra quien dicha dictadura ha desplegado la persecución más descarada. Pero tarde o temprano habrá que darle batalla para poner coto a sus abusos.
El momento es propicio para ello. Los argumentos que ofrece Mauricio Vargas hoy en «El Tiempo» para vetar la Ley Estatutaria sobre la JEP y corregir lo que arbitrariamente le agregó la Corte Constitucional son contundentes.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: febrero 28 de 2019