Al anunciar la formación de su partido político, las Farc dejaron constancia de que el mismo sería de inspiración marxista-leninista y no abandonaría su espíritu revolucionario. De hecho, las ventajas que obtuvieron con la firma del NAF se orientaban a fortalecer su presencia activa en el escenario político, en buena medida a través de la garantía de la movilización y la protesta populares, que sus negociadores consideraron indispensables para imponer su peculiar concepción de la democracia, que aquí he llamado tumultuaria.
La precaria votación que obtuvieron en las últimas elecciones frustró por lo pronto su cometido de generalizar el desorden a todo lo largo y ancho del territorio nacional. Sus mentores pensaron equivocadamente que la disolución de sus frentes se compensaría con creces con la agitación popular que podrían promover valiéndose de las prerrogativas que les otorgó el NAF, y no lo lograron.
Pero de esas estipulaciones garantes del desorden se están valiendo Petro y sus secuaces. Invocando sus ocho millones de votos, desde el mismo día de la segunda vuelta presidencial decidieron que su acción política estaría fundada en la resistencia callejera, más que en el ejercicio normal de las garantías de la oposición democrática.
El esquema Gobierno-Oposición, tal como lo concibe Petro, no es el de los países civilizados, que transcurre básicamente a través de los debates parlamentarios y mediáticos, de las reuniones públicas para dar a conocer los respectivos puntos de vista, de la pedagogía política o de la promoción de iniciativas legales para sostener o entrabar la acción de las autoridades legítimamente constituidas. Su modus operandi es la agitación de las turbas, que fácilmente degenera en violencia y suscita un clima de zozobra.
Bien se advierte entonces que los llamados de Petro a la paz y sus consignas dizque humanistas son meros subterfugios con los que pretende disimular su vocación revolucionaria. En rigor, Petro es un lobo con piel de oveja. Sigue teniendo alma de guerrillero, amén de otros gravísimos defectos morales e intelectuales. Nadie en sus cabales podría considerarlo como una buena persona merecedora de confianza.
Lo que quiero destacar aquí es que ni las Farc ni el petrismo, y muchísimo menos los psicópatas del Eln, están dispuestos a sujetarse a las reglas de juego de las democracias civilizadas. De ellos no cabe esperar el «fair play» de los ingleses que ha dado lugar a que en otras latitudes obre a cabalidad la idea de los gobiernos alternativos y responsables, en los que se suceden, al vaivén de las circunstancias colectivas, disímiles orientaciones en la gestión de los intereses comunitarios.
El presidente López Michelsen, que admiraba profundamente el régimen británico, se refería a menudo a esa alternación democrática que permite a las disidencias heterodoxas convertirse a través del debate público en ortodoxias políticas, llamadas a su vez a ceder el campo a nuevas directrices si sus ejecutorias, sometidas a la prueba ácida del ensayo y el error, resultan inconvenientes.
El debate público así concebido es entonces de ideas , programas, argumentos en pro o en contra, y no de insultos, consignas altisonantes, amenazas intimidatorias, actos de violencia terrorista o manejos tramposos.
Es verdad que en la política todo es controvertible y nadie tiene enteramente la razón sobre sus distintos aspectos. El dogmatismo conlleva fácilmente el fanatismo, que a su vez genera violencia. Todos los actores tienen algo de razón en sus respectivos puntos de vista y lo pertinente es permitirles que los expongan y sometan a discusión en términos civilizados. El supremo árbitro en estas controversias ha de ser la ciudadanía adecuadamente informada y en uso cabal de su razón.
Todo esto es elemental, pero así no ocurre en Cuba, Nicaragua y Venezuela, que son los modelos que quieren imponernos las Farc y el Eln, como también, aunque lo nieguen, los petristas.
La civilización política no solo se salvó sino que se consolidó en Europa occidental gracias al acuerdo de los partidos que toscamente podemos llamar de izquierda y de derecha en torno de unas reglas de juego básicas, lo que Álvaro Gómez Hurtado llamaba el «acuerdo sobre lo fundamental». Y esto último, según el criterio ilustrado de Raymond Aron, es el liberalismo político.
Decía, en efecto ese egregio pensador, que el liberalismo es lo que tienen en común la izquierda no extremista y la derecha no totalitaria. En una palabra, la quintaesencia de la civilización política.
La gran pregunta que hay que hacerse sobre la paz en Colombia versa sobre si es posible edificarla acordándose con tendencias radicalmente antiliberales como las que obran en las Farc, el Eln o el petrismo.