En un verdadero acto de desafío por el lugar y la forma como se dieron los hechos, el terrorismo volvió a tocar las puertas de Bogotá. Ayer hacia las nueve y treinta de la mañana explotó una camioneta bomba en la Escuela General Santander, el mismo sitio donde jóvenes estudiantes desarmados se forman para ser los futuros oficiales de la Policía Nacional de Colombia. La magnitud del atentado hasta este momento enluta a once familias, deja a cincuenta y dos personas heridas y un número indeterminado de desaparecidos. La explosión fue masiva y dejó detrás de sí una estela de daños materiales hasta donde su onda expansiva alcanzó a llegar. Es inevitable que las impactantes imágenes que deja el ataque nos traiga recuerdos de las décadas y décadas de terror y violencia a los que hemos sido sometidos los colombianos por cuenta de las actividades ilícitas de los bandidos y criminales de lesa humanidad.
Lo único que parecería ser diferente del resto de atentados terroristas perpetuados por los grupos armados y los carteles de las drogas es que – teniendo en cuenta las circunstancias que conocemos hasta el momento – el terrorista, José Aldemar Rojas Rodríguez se inmoló al mejor estilo de los fanáticos religiosos que esperan encontrarse con once mil vírgenes en el Paraíso de Alá.
En el pasado vimos casos en los que los autores materiales de dichos ataques morían en el atentado, pero esto fue el resultado del engaño de los autores intelectuales como en el caso de la bomba en el avión de Avianca en el año ochenta y nueve y en la bomba en el Club el Nogal en la que el terrorista fue engañado por su propio tío que, a propósito, hoy goza de la libertad gracias al nefasto acuerdo de Juan Manuel Santos con las FARC y de la anuencia de la JEP que le dio permiso para descansar en las Islas Margarita.
Gracias a la información que conocemos hasta el momento sabemos que el terrorista se acercó a la garita de control en una camioneta Nissan gris y que los perros antiexplosivos detectaron los ochenta kilos de pentolita que cargaba. En ese momento Rojas decidió arroyar a los policías que trataron de evitar su acceso y aceleró hasta estrellar el carro contra un muro al interior de la escuela. Evidentemente el terrorista tenía que saber que pasar por el puesto de control sin que su mortal carga fuese detectada era absolutamente imposible. Lo que nos lleva a la inevitable conclusión de que Rojas Rodríguez no tenía la intención de salir con vida del deleznable atentado. Es decir que en Colombia tocamos fondo en la degradación de la guerra de guerrillas porque estaríamos enfrentados a personas dispuestas a dar sus vidas movidas por un profundo odio hacia nuestras instituciones y fuerza pública.
Para dar con los autores intelectuales del atentado no nos tenemos que ir muy lejos. José Aldemar Rojas Rodríguez, alias Mocho Kiko se encuentra dentro del organigrama del ELN y fue uno de sus tantos explosivistas. El periodista Herbin Hoyos Medina tuvo la amabilidad de informarme que un desmovilizado con el que tiene comunicación tuvo acceso a una información que indicaba que hace seis meses le habían advertido a inteligencia que había un plan terrorista de grandes magnitudes para ejecutar en Bogotá. Además, hace dos días desde la cuenta de las milicias urbanas del ELN (@Urbano_ELN) escribieron el siguiente trino: “¡Algo sucederá en el calor de esta ciudad!, un estallido de mujeres y hombres que se empiezan a organizar para sacar tanta maleza de este gran jardín de flores rojas.
Y así fue, hombres y mujeres, o más bien, jóvenes con vocación de servicio fueron vilmente asesinados por un estallido que les robó el futuro. Llegó la hora para que estos terroristas que aprendieron bien la lección que les dejó Santos de obtener beneficios a cambio del derramamiento de sangre aprendan otra lección: el que las hace las paga porque la verdadera paz solo se puede construir con seguridad. Le expreso toda mi solidaridad a los familiares de los fallecidos, a los heridos y a los jóvenes que se estremecieron con el horror que tuvieron que vivir.
Publicado: enero 18 de 2019