El terrorismo es definido como un conjunto de acciones con las que, en definitiva, se logra infundar terror en la sociedad. Este concepto, que tanto hemos sufrido en Colombia, parece que cada vez más se adapta a la configuración de las conductas desplegadas en las dichosas marchas “por la educación” que, ultimamente, destruyen poco a poco a Bogotá.
Como tal, nadie discute la constitucionalidad de las marchas. Es más, es imposible construir un concepto de democracia y un Estado republicano sin que exista la posibilidad real por parte de la ciudadanía de expresar su opinión frente a determinados aspectos de la vida política nacional sin ser perseguidos.
Sin embargo, una cosa es realizar una manifestación pacífica en contra del accionar gubernamental o para exigir determinada conducta por parte de las autoridades y otra, completamente diferente, es detener, casi que por completo, el devenir de una ciudad con acciones realmente criminales.
Preparar bombas molotov en ciertos campus universitarios para posteriormente lanzarselos despiadadamente a valientes policías para buscar quemarlos vivos es, sencillamente, un acto de terrorismo. Esto, sin olvidar los constantes ataques a los medios de comunicación, al ejercicio libre del periodismo nacional y los multiples daños a la infraestructura vial de la ciudad que terminan generando que millones de ciudadanos queden encerrados en las estaciones de transmilenio, en los buses o deban caminar por horas para llegar a sus hogares.
Esta inaceptable realidad exige que los gobiernos tanto distrital como nacional despierten y actúen con contundencia. En efecto, el Estado debe dejar de actuar con tanta contemplación y debilidad frente al accionar criminal de los salvajes que se infiltran en esas manifestaciones para atentar contra la vida de nuestros heroes de la Patria y entender, de una buena vez, que el ejercicio de la autoridad legítima de las instituciones públicas es una imperiosa necesidad para mantener el orden y salvaguardar la integridad de una población inocente que no tiene por qué sufrir las consecuencias de tanto salvajismo.
Ya es hora, y la ciudadanía lo exige, que se judicialice con toda la contundencia posible a los resposables de esos actos. Terroristas vestidos de civil que se esconden cobardemente bajo una capucha para atentar contra la autoridad y la ciudadanía no pueden seguir caminando campantemente sin que sufran las consecuencias de sus actos.
Por último, durante mucho tiempo se ha pensado que frente a esas manifestaciones salvajes se ha de actuar noblemente y se deben abrir inmediatamente los espacios de dialogo institucional para solucionar los problemas de fondo. No obstante, esta concepción es equivoca y, desafortunadamente, envía un mensaje equivocado a la sociedad: entre mas fuerte y peligrosa la marcha o el paro, más rápido salen las autoridaes a negociar soluciones.
El Gobierno debe ser cuidadoso de no actuar con debilidad frente a estos hechos, porque, de lo contrario, el nivel de crueldad y salvajismo se irá aumentando cada vez más hasta que las consecuencias sean realmente nefastas.
Publicado: noviembre 16 de 2018
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