El título de esta preciosa cinta de Anthony Hopkins me sirvió para dar respuesta al muy amable homenaje que, junto con Juan Gómez Martínez, Alberto Velásquez Martinez y Raúl E. Tamayo Gaviria, nos ofrendó el viernes pasado ese inigualable amigo que es William Calderón, y a las generosas palabras que nos dirigió para enaltecernos mi querido discípulo Marco A. Velilla Moreno.
Como ya observo de cerca lo que Julián Marías llamaba el horizonte de las ultimidades, tengo claro que el juicio sobre mi vida que más me interesa es el de mi Supremo Hacedor. Agradezco, desde luego, la generosidad con que me tratan quienes me aprecian, pero tengo que decir con franqueza que, si bien sus manifestaciones dan muestra de que, como lo dice sabiamente el Evangelio, «de la abundancia del corazón hablan las palabras», estas exceden de sobra los precarios méritos de que pueden dar cuenta mis ejecutorias.
A esta altura de la vida hay que hacer todos los días examen de conciencia, y el que yo practico en no mucho me favorece.
Suelo mirar hacia atrás y encuentro que es muy poco aquello de lo que legítimamente podría ufanarme no solo ante Dios, sino ante mis semejantes.
La imagen de mi pasado que suele ofrecerme el escrutinio que del mismo hago suele ser ora la un yermo, bien la de lo que aquí llamamos un charrascal, es decir, un lote enrastrojado, en donde a veces, como en el desierto de Atacama, cada año hay alguna floración.
Esas flores corresponden a los afectos que cultivo o que suscito. Cada noche le doy gracias a Dios por los seres queridos que me rodean. Son regalos maravillosos que Él me da sin merecerlos, pero si no los tuviera, mi vida sería como la que describen por ahí unos tangazos, la de una sombra entre las sombras.
Dice San Juan de la Cruz, siguiendo a San Pablo, que a la tarde se nos juzgará en el amor. Y en el atardecer de mi existencia terrena lo único que en definitiva cuenta es el amor con que he acompañado a los seres con que Dios ha querido rodearla, el consejo oportuno a quien lo ha pedido, el ejemplo edificante que a algunos ha servido sin que yo me diera cuenta, el favor desinteresado a los que lo han necesitado, la limosna brindada con generosidad y simpatía al que ha tendido la mano para implorarla; pero también hay que anotar en el debe todas las omisiones, y, lo que es peor, la deuda incancelable con las personas con las que he pecado y las que he ofendido, perjudicado, decepcionado o escandalizado. Hoy solo puedo rogar por ellas y pedirle perdón a Dios por los múltiples errores cometidos a lo largo de mi existencia.
Discutiendo con un contertulio ateo que pregunta por qué Dios no se manifiesta, le digo que yo no puedo negar su presencia en mi vida, pues su infinita misericordia me ha librado de caer en los peores abismos que torpemente he bordeado. Como André Frossard, bien puedo exclamar: «Dios existe, yo me lo encontré». O más bien: «Él vino a mi encuentro». (Vid. Dios existe, yo me lo encontré). Y con Corrado Balducci, igualmente puedo decir que el Diablo existe, pues he experimentado en mi intimidad su presencia destructiva (Vid. El diablo existe…y se puede reconocerlo).
Doy fe de lo que escribe Dostoiewsky en torno de su impactante personaje Dimitri Karamazov, que padece la lucha entre Dios y el Diablo que se libra en el interior de cada hombre. Platón la describía en otros términos que en el fondo significan lo mismo, al referirse a los dos corceles que arrastran al alma, uno hacia las alturas y otro hacia los abismos.
Instrumento de la Providencia fue mi finada esposa, que por su amor, sus oraciones, su abnegación, su fidelidad y su generosidad hizo de mí lo que soy. Ella es la que merece los homenajes con que ahora se me agasaja. Todo lo bueno que de mí se diga es obra suya.
Gracias mil, en todo caso, mi querido William por tan cálida muestra de tu afecto, lo mismo que a los amigos que me acompañaron en ocasión que resultó como William la deseaba, es decir, alegre y efusiva.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: noviembre 8 de 2018
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