La justicia colombiana debe ser ajusticiada. Otra cosa es reformar su funcionamiento, sus instancias, sus procedimientos, la calidad de sus funcionarios y la escuela o formación filosófica de sus jueces y de sus auxiliares como los secretarios de “despacho” u oficina judicial, que en muchas ocasiones son quienes escriben las sentencias o borradores de las mismas, dependiendo de la responsabilidad del magistrado. Ajusticiar a la justicia no es ajusticiar a los jueces, sino al sistema que lo conforman sus estructuras de poder y sus nexos con otras ramas del estado republicano.
Para la ciudadanía, para el hombre del común, la justicia es una escultura de mujer vendada, Por lo tanto su espada será aplicada según el conocimiento y el sano equilibrio de la balanza, sin tener en cuenta el color, la etnia, la nacionalidad, la religión, el partido, la militancia, el estado civil o las diferencias físicas de los sujetos o partes que reclaman para sí o para otros, los elementos objetivos de la demanda. Pero esa es una visión figurativa de la justicia. Otra cosa es sufrirla como peticionario o como acusado, sindicado o demandado.
Entre el ciudadano normal, identificado con la cédula número XY, existe unos seres especiales: los abogados, víctimas de primera instancia. Ellos son, por definición, quienes abogan por sus clientes, quienes le otorgan el poder de representación ante ese gigante monstruoso que es el aparato judicial, lleno y conducido también por abogados. “Mejor dicho, doctor, encárguese usted de que me paguen esa platica que me deben”.
Al otro lado del escritorio hay un hombre o una mujer que llamamos jueces . Su oficio en Colombia no es producir fallos dentro de los plazos legales ni acordes a las tarifas normativas en cualquiera de las áreas penales, laborales, administrativas, civiles, comerciales, etc. Su tarea es entrar a una selva de códigos, leyes, jurisprudencia, artículos, incisos, numerales, resoluciones, decretos, ordenanzas, testigos honestos, testigos falsos, litigantes con tarjeta profesional, litigantes con tarjeta falsa o congelada, tinterillos de oficina parquesana o de pasillo en la alcaldía municipal. Y otro tanto. Los jueces (como los procuradores y fiscales) son productos profesionales formados para esquivar la “balacera” de la hermenéutica propia y ajena. Desde las primera Constitución que se redactó para Cundinamarca en 1811, aparecen los jueces. ¿Puede existir un Estado o Nación sin leyes y jueces que las apliquen?
Los abogados son buenos profesionales si la universidad que los forma e informa es buena, es decir, sus profesores dan testimonio o ejemplo de vida, decoro y honestidad. También es cosecha de la mediocridad de muchas universidades que se rigen por el facilismo de crear “facultades de derecho” en un país de tinterillos y pleitómanos. La abundancia espectacular de abogados es el resultado de un país que vive en forma permanente en medio de pleitos y abusos, de engaños y juego sucio, suponiendo que la violencia, para efectos de análisis, es asunto de orden mayor.
No hay la menor duda que se necesita una reforma a la justicia. Los proyectos que acaban de presentarse al Congreso entran al baile de la palabra y de los intereses. Carcomidas las cortes por los “carteles de la toga” ( derivación perversa de la incultura reinante de los “carteles de la droga”, incluidos los comandantes de la impunidad) los ciudadanos de las escalinatas, sentados en los “palacios” y grandes edificios de las audiencias judiciales, pedimos que la reforma no solo cambie la manera de elegir los magistrados, de regular la tutela que derrotó la enseñanza del derecho, etc, sino que cambie la conducta de los hombres y mujeres que dicen trabajar con y para la justicia. ¿De qué valen tener claros y oportunos procedimientos escritos, o sea, leyes justas, si los hombres y mujeres que los ejecutan son injustos?
Jaime Jaramillo Panesso
Publicado: septiembre 18 de 2018