En una lúcida intervención ante la Tertulia Conservadora de Antioquia el pasado lunes, la senadora Paloma Valencia mencionó al eminente filósofo Karl Popper para recordar que es necesario distinguir entre la moralización de la política y la politización de la moral.
El tema de las relaciones entre moral y política está en el centro de la tradición aristotélico-tomista. Para el Estagirita, la política solo podía entenderse racionalmente a partir de un concepto moral, el de bien común, que el pensamiento cristiano y específicamente católico se ha esmerado a lo largo de los siglos en preservar y profundizar.
Pero al mismo tiempo, también a lo largo de los siglos, se ha desarrollado una fuerte tradición que trata de disociar estas dos esferas, afirmando bien sea que la política es cosa ajena a la moral, ya que los cánones que la rigen no son los mismos que pesan sobre el hombre corriente. Es una tradición naturalista, materialista, escéptica o como se la quiera clasificar, en cuya línea suele ubicarse a Maquiavelo, junto con muchos otros más, y que a no dudarlo parte de los sofistas.
En algún texto de Raymond Aron leí hace tiempos que el origen de esa gran filosofía que fundaron Sócrates. Platón y Aristóteles se sitúa precisamente en esa gran cuestión: ¿qué es lo que hace racional a la política?
Acá la pregunta por la racionalidad va más allá de la mera explicación del hecho mismo de la política, pues quiere explorar algo más profundo: su justificación. A lo primero se limitan quienes se detienen simplemente en el hecho del poder. Con lo segundo toca la célebre pregunta que hizo el Maestro Echandía a raíz de los sucesos del 9 de abril:»Y el poder, ¿para qué?».
Pues bien, si el leitmotiv de la lucha por el poder y su ejercicio reside en la promoción del bien común, todo aquello que lo desvíe de su objetivo moral no será otra cosa que distorsión, desviación, desorden o lo que los grandes pensadores que dieron origen a la filosofía política consideraron como formas corruptas o degeneradas de la organización colectiva.
No cabe duda de que la corrupción está presente en todas las esferas de la sociedad colombiana. Tal vez no exageren los que la comparan con un cáncer o algotra forma de enfermedad catastrófica. Al fin y al cabo, lo que acabamos de vivir bajo el funesto gobierno de Juan Manuel Santos evidencia la enorme gravedad de ese flagelo. Y es explicable que en el espíritu público obre la idea de ponerle coto e inclusive de erradicarla, o como dijo Julio César Turbay en frase que muchos consideraron desafortunada, «reducirla a sus justas proporciones».
Se cuenta que alguna vez el general De Gaulle oyó que un funcionario que se devanaba los sesos frente un abultado legajo de papeles exclamó con ofuscación:»Ay, quién pudiera acabar con tanta estupidez». De Gaulle le respondió:»¡Oh, señor mío, qué vasto programa!».
Más vasto es el que le están proponiendo y hasta exigiendo ahora al presidente Duque, y quizás tan complejo como el del niño aquel que San Agustín vio que trataba de meter toda el agua del mar en un hoyito que cavaba en la arena.
Acá hay que evocar a Horacio:»¿De qué sirven las vanas leyes cuando las costumbres fallan?».
Es lo que sucede en Colombia: una crisis de conciencia, de costumbres, de hábitos colectivos, que va desde la corruptela cotidiana y de apariencia inocua, hasta la gran defraudación y la mentira entronizadas en las más altas instancias del poder. Hay corrupción enquistada en la política, la administración, los negocios privados, las formas de vida de la gente.
Me llama la atención que no pocos de los que ahora se presentan como ardientes cruzados de la batalla contra la corrupción sean políticos y periodistas que no gozan propiamente de buena fama, pero aprovechan la indignación colectiva para politizar la moral, haciendo de esta un instrumento para seducir a la ciudadanía en pro de unas a veces non sanctas aspiraciones políticas.
Ellos traen a mi memoria una escena que presencié de niño en uno de esos matinales del teatro Buenos Aires a los que por ese entonces me llevaban. Ahí presentaron el corto de una película mexicana en que Antonio Badú cantaba con ferocidad que todavía me hace temblar:»¡Hipócrita, sencillamente hipócrita…!» (Vid. Hipócrita).
Algunos de esos adalidades lo son igualmente de la disolución de las buenas costumbres privadas que traen consigo, so pretexto de la emancipación de la mujer, la libertad y la igualdad de las orientaciones sexuales, la tolerancia, la sociedad «inclusiva», etc., los proyectos abortistas, los que desnaturalizan la familia mediante la asimilación a esta de las uniones homosexuales y la adopción de niños por parejas de tal índole, los que promueven la agenda del colectivo LGTB en las instituciones educativas y pretenden en últimas una transformación radical de la sociedad dizque para edificar un nuevo ser humano liberado no solo de las ataduras de la naturaleza, sino de la Lex Eterna.
Por ejemplo, ¿cómo hace Gustavo Petro para liderar una lista dizque de «decentes», cuando como alcalde petrocinó sin escrúpulos la causa corruptora del Colectivo LGTB? (Vid. El poder de los LGBT en la alcaldía de Petro; Apoyo a Petro de integrantes LGBT)
Como sobre todo esto hay muchísima tela para cortar, me limito a recomendarles a quienes suelen opinar sobre estos asuntos con el aplomo que da la ignorancia, que se tomen el trabajo de mirar siquiera sea a vuelo de pájaro escritos como «El Rito de la Sodomía», de Randy Engel, que no solo se ocupa de la profunda crisis moral que aflige a la Iglesia, sino de los objetivos finales del Colectivo Homosexual en torno de lo que bien cabe denominar la homosexualización de la sociedad, es decir, la imposición de ese estilo de vida en todos los entornos vitales (The Rite of Sodomy); o «The Politics of Deviance», de Anne Hendershott, que muestra cómo el relativismo moral ha desvanecido los límites entre lo normal y lo anormal en los comportamientos humanos(Vid. The politics of deviance); o el de E. Michael Jones, «Libido Dominandi: Sexual Liberation & Social Control», que evidencia que la Revolución Sexual del último medio siglo es un instrumento urdido para controlar al ser humano a través del estímulo de sus pasiones, especialmente las lujuriosas (Sexual liberation and political control).
Esto es algo que trata a fondo Gabriele E. Kuby en «The Global Sexual Revolution», que muestra cómo se está produciendo la destrucción de la libertad en nombre de ella misma y se está descomponiendo la sociedad occidental a partir del desenfreno.
Todo esto se encuentra resumido en The New Order of Barbarians, transcripción de unas conferencias de hace cerca de medio siglo en las que se anunciaba a médicos en formación el proyecto de cambiar el orden social de los países con miras a ejercer un estricto control sobre la población humana.
La redefinición de la familia que tan irresponsable y arbitrariamente impuso nuestra Corte Constitucional se inscribe dentro de una línea trazada de antemano: la destrucción de los cimientos de nuestra civilización, tema sobre el cual no sobra acercarse a una obra de ineludible referencia: «Family and Civilization», de Carle C. Zimmerman.
Vuelvo sobre la pregunta de Horacio: ¿de qué sirven los proyectos normativos que hay sobre el tapete, si la consigna colectiva hoy imperante es el estímulo de la disolución de las costumbres y el desenfreno sexual en nombre de la libertad y la igualdad?
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: septiembre 6 de 2018