Dice el vulgo que ”Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”.
Es lo que sucede hoy en muchas latitudes y especialmente en Colombia.
Algo similar ocurre en la Iglesia Católica, según da cuenta este lúcido escrito de Eric Simmons publicado en estos días por Crisis Magazine bajo el título «When Bishops Lose Their Authority» (Vid. When Bishops Lose Their Authority).
El 20 de julio pasado el senador Mockus, a quien sus seguidores presentan como un faro moral, protagonizó uno de los hechos más desvergonzados que se han producido en el recinto del Congreso a todo lo largo de la historia de la república. Ha pretendido justificarlo aduciendo su valor «simbólico».
Pero, ¿qué es lo que simboliza el hecho de exhibir desnudo el trasero ante sus colegas, en un gesto similar al que realizan en determinadas circunstancias ciertos animales?
Seamos claros: simboliza el ánimo transgresor de su protagonista, así como la impudicia que reina hoy en nuestra escena pública, en la que se aplaude todo lo que vaya contra reglas tradicionales de conducta pública. Hay mucho de demoníaco en este devastador ímpetu dizque de «deconstrucción» de lo que la vida civilizada ha tratado de edificar laboriosamente a través de los siglos.
¿En qué se diferencia el obsceno gesto de Mockus, de los torsos desnudos que las abortistas ávidas de sangre inocente exhiben ante los recintos sagrados de las iglesias, alegando que sus cuerpos les pertenecen exclusivamente a ellas y pueden hacer de los mismos lo que les provoque?
Más repulsivo que el exhibicionismo de Mockus, personaje desaliñado que tiene todas las trazas de ser un orate, es el apoyo que se le ha brindado desde distintos frentes y con argumentos a cual más especioso, como el que afirma que es peor la corrupción que reina en el Congreso mismo.
Esta premisa es harto discutible. Como lo dijo el finado Luis Carlos Galán no mucho antes de que lo asesinara la mafia del narcotráfico, el Congreso es representativo de los diversos matices de la sociedad y en él hay de todo: personas excelentes, buenas, regulares, malas y pésimas. No se las puede medir a todas bajo el mismo rasero.
¿Qué decir de las Altas Cortes?
Tampoco es posible afirmar de ellas que son una manada de prevaricadores y otras yerbas. Pero hay hechos que no podemos soslayar so capa del respeto que es menester que proteja a la institucionalidad.
Lo del «Cartel de la Toga», que se descubrió gracias a la DEA, es lo más escandaloso que haya podido ocurrir en la historia de la justicia colombiana. Muestra a las claras el abismo a que ha llegado la corrupción en las altas esferas de nuestra sociedad.
Se atribuye a Santo Tomás de Aquino la frase en latín que encabeza este artículo, la cual traduce:»La corrupción de los mejores es lo peor». De cierto modo, complementa el dicho evangélico: «Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la salarán…» (Mt.5, 13-16).
Una vieja institución del Derecho Canónico es el entredicho, que es una especie de excomunión menor que impide al afectado el goce de los bienes espirituales (Vid. Derechos y penas en particular). Por extensión, suele decirse que está en entredicho quien se juzga indigno de crédito o de aceptación (Alonso, Martín, «Enciclopedia del Idioma», T. II, pag. 1758, Aguilar, Madrid, 1982).
Pues bien, la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia está en entredicho ante la opinión pública, que la juzga indigna de crédito o de aceptación, pues no ha dado respuesta a los severos cuestionamientos que sobre sus miembros pesan a partir de los hechos constitutivos del mencionado «Cartel de la Toga».
En un país decente, ello habría dado lugar a la renuncia en bloque de todos los magistrados que la integran. Pero como su mismo Presidente figura dentro de los que la DEA señala como integrantes de tan siniestra pandilla, todo apunta hacia la idea de darle tiempo al tiempo para que nuevos escándalos sepulten este que es de grado mayúsculo. Y ese Presidente de la Sala Penal de la Corte es nadie menos que el Magistrado que ahora, en medio de preocupantes sospechas, adelanta la acción vengativa contra el hoy senador Álvaro Uribe Vélez (Vid. https://www.youtube.com/watch?v=8F8lMXJHg6Q).
«O tempora, o mores», exclamó Cicerón en su primera Catilinaria. Lo mismo tenemos que repetir en este oscuro y hediondo momento de nuestra amada Colombia.
En «Sobre el Poder: Historia Natural de su Crecimiento» (Vid. Du Pouvoir), Bertrand de Jouvenel observa que el fenómeno más llamativo no es el del mando, sino el de la obediencia. ¿Cómo es posible que millones de seres humanos obedezcan a las minorías que los gobiernan? Y la respuesta es muy simple: porque las respetan, les creen, consideran que el mando que ejercen es legítimo tanto por su titularidad como por su modus operandi.
Colombia se acerca a lo peor que puede sucederle a una comunidad politica: una profunda crisis de legitimidad capaz de desquiciar su edificio institucional.
Si ya no es posible creer en la autoridad moral de las Altas Cortes, ¿qué nos quedará?
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: agosto 2 de 2018
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