Colombia, país de rupturas

Colombia, país de rupturas

Haciendo gala de su prosa ágil y exquisita, Alberto Velásquez Martínez, mi maestro de periodismo, acaba de publicar bajo este título un descarnado análisis de nuestro acontecer histórico y ,especialmente, de los tiempos que corren hoy por hoy.
Dentro de la línea trazada por David Bushnell en «Colombia, una nación a pesar de sí misma» (Vid. Colombia, una nación a pesar de sí misma), Velásquez hace a vuelo de pájaro el recuento de los grandes conflictos que a partir de la época de la conquista y hasta la hora actual nos han agobiado, poniendo énfasis en los dos más recientes, a saber: la Violencia liberal-conservadora de mediados del siglo XX y la funesta conjunción de la insurgencia comunista con el narcotráfico, que nos ha sumergido en un mar de coca.
Son dos fenómenos históricos que, a pesar de las intensas relaciones que median entre ellos , exhiben  diferencias bastante significativas.
No cabe duda de que la insurgencia comunista que se puso claramente de manifiesto en la década del sesenta del siglo pasado hunde sus raíces en la Violencia de fines de las dos décadas anteriores e incluso en conflictos cuyos orígenes se encuentran en la década del veinte. Es muy ilustrativo al respecto el libro de Eduardo Mackenzie, «Las Farc, el fracaso de un terrorismo», cuyo contenido puede descargarse pulsando el siguiente enlace: Las Farc: el fracaso de un terrorismo.
De hecho, el principal grupo guerrillero, las Farc, no surgió de los campesinos marginados de Marquetalia que en 1964 dizque se mantuvieron alzados en armas porque el gobierno de ese entonces era sordo a sus reclamos y se dedicó a perseguirlos.

Sus nexos con las guerrillas comunistas que se formaron al lado de las liberales contra la violencia conservadora en los últimos años del gobierno de Ospina Pérez saltan a la vista cuando se examina el historial de Pedro Antonio Marín, quien tomó el nombre de Manuel Marulanda Vélez, un activista de extrema izquierda que murió a manos de los cuerpos de seguridad, si no estoy mal, en 1950. La familia del tristemente célebre «Tirofijo» fue víctima de esa violencia en el viejo Caldas.

Cuando después bajo el gobierno de Alberto Lleras se promovió la reinserción de los guerrilleros, los liberales se acogieron a ella, no así los comunistas de «Tirofijo» y sus compinches. El general Valencia Tovar hace en uno de sus libros autobiográficos el relato de un significativo episodio que muestra la vocación insurgente de ese grupo, que se vincula con los movimientos agraristas y en el fondo comunistas de la región de Viotá, uno de cuyos líderes fue el famoso Juan de la Cruz Varela.

Un funesto acelerador de la Violencia liberal-conservadora fue el asesinato de Gaitán el 9 de abril de 1948. Para la no muy esclarecida conciencia histórica del común de nuestras gentes, ese fue el punto de quiebre de nuestra convivencia ordenada. A partir de ahí se desató, según se cree, la furia homicida a la que pretendió ponerle término el general Rojas Pinilla, cuando al asumir la presidencia el 13 de junio de 1953 proclamó en emotivo discurso que se dice que redactó Gilberto Alzate Avendaño estas impactantes palabras que aún resuenan en mis oídos:
«No más sangre, no más depredaciones a nombre de ningún partido político. No más rencillas entre los hijos de la misma Colombia inmortal. Paz, derecho, libertad, justicia para todos, sin diferenciaciones y de manera preferente para las clases menos favorecidas de la fortuna, para los obreros y menesterosos».
Pero el enfrentamiento a sangre y fuego de los militantes de nuestros partidos históricos ya estaba al rojo vivo desde 1947. Su origen, según me contaba Víctor Mosquera Chaux, se explica porque con el triunfo de Ospina Pérez en 1946 «los conservadores creyeron haberlo ganado todo y los liberales pensaron que no habían perdido nada».

López Pumarejo avizoró lo que se dejaba venir y por ello propuso en enero de 1946 una fórmula que le habría ahorrado a Colombia las feroces depredaciones de que después habló Rojas Pinilla. En «Virgilio Barco, el último liberal», libro reciente cuya lectura encomio, Leopoldo Villar Borda menciona que López, preocupado por la pugnacidad que a la sazón envenenaba el ambiente político, propuso una fórmula de entendimiento entre los partidos según la cual el candidato presidencial para las elecciones venideras lo escogieran los conservadores de una terna presentada por los liberales.(Vid. Villar Borda, Leopoldo, «Virgilio Barco, el último liberal», Intermedio, Bogotá, 2018, p. 88). Nadie le prestó atención a esta iniciativa, que corrió igual mala suerte que otra, también inspirada en las supremas conveniencias de la república, propuesta por el presidente Ospina Pérez en 1949 para pacificar a Colombia.

Ospina, viendo el sangriento enfrentamiento de los dos partidos históricos, pensó en entregarle el mando a una Junta integrada por un conservador, un liberal y un militar que sosegaran los ánimos y crearan un ambiente propicio para celebrar después unas elecciones tranquilas. López Pumarejo, actuando a nombre de Echandía, rechazó de plano esa fórmula, aduciendo que el Partido Liberal no estaba dispuesto a sacrificar sus mayorías. Laureano Gómez, el candidato conservador, tampoco la apoyó. Después, como solían decir las corresponsales de doña Inés de Montaña en IM Contesta, «ocurrió lo que tenía que suceder».

Aunque la investigación oficial concluyó que el supuesto asesino de Gaitán, Juan Roa Sierra, obró como un lobo solitario, hay múltiples indicios acerca de la responsabilidad del comunismo internacional en ese luctuoso acontecimiento. El libro de Mackenzie insiste en ello. Y «En la batalla contra el comunismo en Colombia», José María Nieto Rojas ofrece pruebas elocuentes acerca del propósito comunista de sabotear la IX Conferencia Panamericana que en esos momentos estaba reunida en Bogotá (Ver Colombia-comunismo). Es más, se sabe que en Venezuela anunciaron la muerte de Gaitán antes de que ocurriera.
Velásquez señala, con sobra de razones, que más lesiva para nuestro devenir  ha sido la irrupción del narcotráfico y su alianza con la insurgencia comunista.

En ese dañado y punble ayuntamiento ha quedado claro que el íncubo es el narcotráfico y el súcubo son las Farc. Aquel es quien ha llevado las de ganar en las negociaciones que cuajaron en el NAF.

Como ha sostenido Fernando Londoño Hoyos, esos acuerdos los hizo Santos con quienes no correspondía, pues, tal como lo demuestran los hechos recientes, el problema de fondo no era con la subversión comunista, sino con sus socios, los narcotraficantes. Y, para colmo de males, la expansión de los cultivos de coca y la incremento de la producción de cocaína son el resultado palpable de las humillantes claudicaciones de la autoridad estatal que campean a lo largo y ancho de ese sórdido convenio.

Colombia no está en paz, dado que el narcotráfico, que es la madre de todas las violencias que nos afligen, penetra de diversos modos hasta por los más estrechos resquicios de nuestra estructura social.

Hoy, en «La Hora de la Verdad», Andrés Espinosa Fenwarth presentó un tenebroso informe sobre este delicadísimo asunto. Se lo puede ver aquí: https://www.youtube.com/watch?v=1_ZCzRz_1_4

Santos puede jactarse de que entrega el mando con unas Farc desarticuladas, que han disuelto sus frentes, entregado armas y bienes, devuelto algunos niños, organizadas ahora como partido político regular y dispuestas a someterse al remedo de justicia de la JEP. Pero de ahí no se sigue que lo fundamental del conflicto haya quedado resuelto, porque su núcleo, más allá de los justos reclamos de las comunidades campesinas respecto de la atención de sus demandas por parte de las autoridades, radica en la omnipresencia de las distintas facetas del narcotráfico en la vida colombiana.

Si el presidente electo Duque se encontrará el 7 de agosto, como temen algunos, con que los cultivos de coca ascienden a 300.000 hectáreas, ¿qué suerte le espera con un NAF que la Corte Constitucional declara que será intocable a lo largo de los próximos doce años y está concebido para proteger a los cocaleros?

Tal como sucedió en otros momentos aciagos, la sumisión de la justicia constitucional frente al narcotráfico, ahora cubierto por el manto protector que se convino para las Farc, gravitará negativamente sobre la suerte del país y el margen de maniobra del nuevo gobierno.

El libro de Velásquez constituye una oportuna campanada de alerta sobre lo que nos espera.

Jesús Vallejo Mejía
Publicado: julio 12 de 2018

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