En las últimas semanas, los colombianos hemos sido testigos de excepción del descaro supino del régimen: en medio de un país descuadernado y descojonado como el que más, en gran parte de cuyo territorio regional ejercen soberanía diferentes bandas armadas a las que el Gobierno contempla desde Bogotá sin proceder como corresponde y sobre las que el pusilánime que funge de ministro de defensa dice que “no está pasando nada”, sale el presidente Santos con una frase digna de enmarcar en los anales de la insoportable estupidez: “Son normales los problemas en el Catatumbo y el caso Santrich”.
Los terroristas de las Farc (para mí nunca dejaron de serlo) se devuelven al monte, la Patria se cae a pedazos por donde se le mire, Santos y los mentecatos que lo rodean no se dan por enterados, y, en medio de semejante debacle, de lo que sí está pendiente el presidente, es de despacharse el último gran negocio: el rescate del Galeón San José.
En medio de un proceso de adjudicación a la brava, Santos espera dejarles a sus amigos ingleses el “botín” del famoso hundimiento. La composición accionaria de la empresa británica es todo un galimatías, porque se encuentra refundida entre un entramado societario que se esconde en un paraíso fiscal; pero, aun así, con toda suerte de dudadas jurídicas y de transparencia, “el Príncipe de Anapoima”, pretende adjudicar la explotación económica del Galeón a como dé lugar.
Las apretadas y convulsionadas agendas noticiosas, que se reparten entre la campaña presidencial y la toma del país por la delincuencia organizada, además, por supuesto, de la acostumbrada buena dosis de “mermelada mediática”, no han permitido que la sociedad colombiana se detenga a analizar, con calma y ponderación, la oscura verdad que se esconde detrás de la adjudicación a los “coñazos” del contrato de marras, que pretende hacer Santos.
Cómo será de torticera la infausta adjudicación, que hasta la Procuraduría General, regentada por uno de los lacayos de Santos, ha advertido a la intrascendente y anodina Ministra de Cultura, funcionaria que tiene la responsabilidad de adjudicar el entuerto en comento, que no lo puede hacer porque para la APP (figura del derecho escogida por el gobierno) está vigente y opera la ley de garantías. Pero allí no paran las alertas: para la Procuraduría, el proceso de adjudicación carece de la publicidad que debería tener, para que terceros pudiesen participar en el que, en realidad, es un negocio amarrado.
Juan Manuel Santos es el responsable de los más grandes y despreciables actos de corrupción de la historia reciente de Colombia: Reficar, Odebrecht, Isagen, la renovación de la concesión a Cerro Matoso, entre muchos otros torcidos que irán aflorando en los próximos meses. Como si lo anterior fuera poco, ahora, de manera desesperada y birlando los preceptos de la contratación pública, el presidente se quiere despachar hasta los tesoros hundidos durante siglos en nuestros mares.
No es fortuito que el dipsómano y detestable Gabriel Silva Luján aparezca en la “ecuación” como uno de los abogados de la firma inglesa: ese es su papel; no hacer parte del gobierno para ejecutar por fuera los torcidos de su amigo y jefe.
Algo turbio y delictivo hay en todo esto. Santos no da puntada sin dedal: ha probado que es capaz de cualquier cosa (se cree por encima de la ley), pero ya le llegará su hora: tanta infamia no puede quedar en la impunidad.
No permitamos, por lo pronto, que el pirata que habita en la Casa de Nariño se salga otra vez con la suya.
La ñapa I: El primero en denunciar el “cocinado” del Galeón San José fue el periodista Gustavo Rugeles, una voz solitaria e independiente en medio de ríos de “mermelada” para la prensa tradicional.
La ñapa II: Faltan 100 días para que se acabe el peor gobierno de la historia de Colombia. Ojalá no pasen tan lentos como los últimos 7 años y 9 meses.
La ñapa III: El apoyo de Roy y Benedetti a Vargas Lleras es una carga que la candidatura del exvicepresidente no podrá soportar.
Publicado: abril 29 de 2018
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