Decía Raymond Aron que el pensamiento de Marx es inagotable y equívoco. Lo primero, porque del mismo se desprenden muchísimas conclusiones; lo segundo, porque dichas conclusiones pueden ser de diverso orden e, incluso, contradictorias.
Traigo este comentario a colación porque, en efecto, ese pensamiento ha inspirado dos revoluciones muy diferentes, una, de carácter socio-económico, y la otra, eminentemente cultural.
La primera es bien conocida: la comunista, que tuvo su inicio en Rusia hace cien años y se fue expandiendo por el resto del mundo hasta tocar nuestro suelo y nuestras puertas. Nuestro suelo, porque es la inspiradora de los movimientos guerrilleros que nos han afligido a lo largo de más de medio siglo; nuestras puertas, porque está en Cuba, en Nicaragua, en Venezuela y en Bolivia, alborotando nuestro vecindario.
Esta revolución socio-económica pretende cambiar radicalmente la sociedad a partir de la destrucción de la infraestructura tradicional, sustituyéndola por el modo de producción socialista que aspira a erradicar la propiedad privada y eliminar las clases sociales.
Uno de los signos de esta revolución es la violencia, abierta o disimulada, que se traduce en regímenes represivos de corte totalitario.
Como trae consigo el desorden en la economía y la desaparición de las libertades, tal como ha ocurrido en Venezuela, los pueblos son refractarios a ella. Y en donde ha tenido lugar, tarde o temprano ha terminado en fracaso. La URSS se liquidó, los países de Europa oriental abandonaron el comunismo y no quieren saber nada de él, China y Vietnam viraron hacia el modo de producción capitalista, etc.
En síntesis, el marxismo, sobre todo en su versión leninista, cayó en descrédito desde hace varias décadas. Pero no ha muerto, pues sobrevive a través del llamado marxismo cultural de Gramsci, la Escuela de Frankfurt y lo que en Estados Unidos se denomina la «conexión francesa», integrada por intelectuales galos seguidores de Sartre, Simone de Beauvoir, Foucault, Derrida y, en general, los «deconstruccionistas», junto con otros que han pretendido amalgamar las tesis de Marx y las de Freud.
A esta segunda revolución se refiere el importante trabajo de Nicolás Márquez y Agustín Laje, «El Libro Negro de la Nueva Izquierda: Ideología de Género o Subversión Cultural«.
El marxista italiano Antonio Gramsci observó que la reticencia de los pueblos respecto de los partidos comunistas obedecía ante todo a factores culturales. Según su punto de vista, la transformación revolucionaria de la sociedad no se logra por medio de la destrucción de la infraestructura económica del modo de producción capitalista, sino modificando la superestructura cultural que le sirve de apoyo y lo refuerza. Cambiando la mentalidad de los pueblos a través de los medios culturales, de la educación, de la prensa, de la difusión persistente de ideas y la promoción de valores contrarios al clima espiritual dominante se podría obtener con mayor facilidad la adhesión de los pueblos a las políticas emancipatorias tendientes a superar las alienaciones que impiden el goce de las libertades. Esas alienaciones equivalen a las famosas cadenas que Rousseau pensaba que esclavizan al hombre en la sociedad civilizada: las creencias religiosas, la moralidad tradicional, los imperativos jurídicos, el orden social, incluso los condicionamientos y limitaciones que surgen del orden natural.
No importa que al final de su vida Gramsci probablemente hubiera retornado a la fe católica de su infancia. Lo cierto es que él trazó la hoja de ruta para demoler la fe cristiana, que tanto los marxistas revolucionarios como los culturales consideran como el principal obstáculo que se interpone en sus propósitos de transformación radical de la sociedad.
Los feministas radicales, los adherentes de la ideología de género, los activistas del movimiento LGTBI, los ambientalistas promotores de la «Carta de la Tierra«, los burócratas que controlan la ONU, los adalides del control de la población, los ateos que suscriben los manifiestos del Humanismo Secular, los liberales libertarios, etc., todos a una conspiran contra la religión cristiana y su obra maestra, el matrimonio monogámico y heterosexual que ha hecho posible la civilización de que nos enorgullecemos. No lo digo yo, sino un sociólogo eminente, Carl C. Zimmerman, cuyo libro «Family and Civilization» merece una lectura cuidadosa.
Las ideas de estos grupos han colonizado las instituciones educativas y, a partir de estas, las mentes de políticos, juristas, periodistas, dirigentes sociales, empresarios y, en general, integrantes de las elites sociales, que a su vez las han transmitido a capas inferiores de las comunidades hasta el extremo de pretender convertirlas en «pensamiento único» de estirpe totalitaria, del que no es posible sustraerse ni muchísimo menos disentir.
De ese modo, se ha puesto en marcha una verdadera revolución cultural que trata de modificar sustancialmente la concepción cristiana del mundo y sus corolarios morales, para sustituirla en el fondo por un neopaganismo naturalista que prescinde de toda idea de trascendencia allende el psiquismo individual.
A esa revolución no se convoca al pueblo. Ni siquiera a sus representantes más cercanos, que son los congresistas. La deciden y ejecutan las minorías que controlan las cortes de justicia y las burocracias gubernamentales, tal como se ha visto entre nosotros en los casos del aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual o la adopción por parejas del mismo sexo. El régimen de estas transformaciones no se encuentra en actos legislativos ni leyes del Congreso, sino en fallos de la Corte Constitucional y reglamentaciones de los ministerios de Educación y de Salud.
Pues bien, no deja de llamar la atención que sobre asuntos de tamaña importancia para la comunidad tal vez apenas las voces de Alejandro Ordóñez y Vivian Morales, junto con las de algunos representantes de movimientos católicos e iglesias cristianas, hayan puesto de presente sus llamados de alerta en torno de la pendiente por la que Colombia se está deslizando y que podría llevarnos a escenarios de persecución, a veces abierta y otras veces soslayada, como los que se padecen en Norteamérica y Europa occidental y describe, entre otros, el libro de Janet L. Folger, «The Criminalization of Christianity«, que en varias ocasiones he mencionado en este sitio.
El trasfondo de esta revolución no es, en rigor, emancipatorio e igualitario, como suele pregonarse, sino el control del crecimiento de la población humana o, más bien, la disminución de su tamaño, tal como se advierte en «The New Order of Barbarians«, que también he citado en otras oportunidades. Quien lo lea cambiará sustancialmente su imagen del mundo en que vivimos. «Feminism is a depopulation program«, denuncia Henry Makow en otro escrito que también amerita leerse con cuidado.
Por eso, no creo que sea impertinente preguntarles a los candidatos presidenciales cuál es la opinión que se han formado acerca de estos tópicos que son, sin duda, de la mayor importancia.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: marzo 29 de 2018