Se cuenta que al aprobarse la Constitución de 1886 uno de los delegatarios le dijo a don Miguel Antonio Caro que acababan de instaurar una monarquía, a lo que el inspirador de aquella respondió: «Sí, pero desafortunadamente electiva».
Transcurridos algo más de 130 años y pese a los cambios que a lo largo de ellos ha experimentado nuestro ordenamiento constitucional, la presidencia conserva su fisonomía monárquica, atenuada en unos casos, pero acentuada en otros.
De acuerdo con la Constitución, el presidente goza de estos atributos:
-Es jefe del Estado.
-Es jefe del gobierno
-Es suprema autoridad administrativa.
-Es comandante supremo de las fuerzas armadas.
Se supone que los poderes respectivos están sujetos a rigurosa normatividad constitucional y legal, según los principios del gobierno popular, representativo, alternativo, controlado y responsable que sustituyó al despotismo monárquico por obra de las revoluciones liberales de los siglos XVII, XVIII y XIX.
Pero una cosa es la teoría y otra muy distinta, la práctica. La realidad muestra que el poder presidencial, específicamente entre nosotros, suele desbordar los cauces institucionales y ejercerse más como un atributo personal que como una magistratura. El ideal ilustrado de un gobierno de leyes y no de hombres puestos al servicio de aquellas se frustra día a día ante los hechos que muestran cómo la política se sirve del derecho, en lugar de sujetarse al mismo.
En distintas oportunidades he llamado la atención acerca del funesto legado que deja Juan Manuel Santos. Para decirlo con una expresión a la moda, ha hecho trizas la institucionalidad colombiana. Los abusos en que ha incurrido son legión y, salvo que la Providencia haga su obra justiciera, es poco probable que algún día responda jurídicamente por los enormes daños que ha ocasionado.
La oposición dice que es un sátrapa. Busco en la Enciclopedia del Idioma, de Martín Alonso, el significado de esta palabra y me ofrece dos acepciones: la de gobernador de una provincia de la antigua Persia y la de hombre ladino que sabe gobernarse con astucia e inteligencia en el comercio humano. En realidad, más se aviene con su estilo de gobierno el concepto de tiranía, que en la segunda acepción que trae Alonso es «Abuso o imposición en grado extraordinario de cualquier poder, fuerza o superioridad».
Santos es, en rigor, un tirano.
El término de su mandato está fijado para el siete de agosto próximo. Si las reglas electorales se cumplieran honradamente, sería muy probable que la voluntad popular le diera la espalda a lo que Santos representa, negándose a dar su asentimiento al gobierno de transición llamado a facilitar la toma del poder por parte de las Farc. Pero hay fuertes indicios de que, como lo urdíó Santos hace cuatro años, tanto la manipulación del electorado como el fraude mondo y lirondo obrarán para dar apariencia de legitimidad esta vez a un proceso encaminado a imponernos un régimen totalitario y liberticida.
Toda elección abre unos caminos y cierra otros. Pero hay unas más significativas que otras. La que se avecina es verdaderamente crucial para la suerte de Colombia. Ahora no se trata, como suele ocurrir en países más tranquilos, de elegir entre la Coca-Cola y la Pepsi-Cola, sino entre un régimen de democracia liberal sujeto al derecho y la prolongación de una tiranía a la que los múltiples abusos en que ha incurrido Santos le ofrecerán precedentes a granel para destruir lo poco que nos resta de gobierno constitucional.
En manos de la ciudadanía está el porvenir de la república. Cada uno debe reflexionar cuidadosamente sobre el voto que va a depositar en las urnas. Además, hay que votar copiosamente para reducir las posibilidades de fraude y ejercer toda la vigilancia que sea posible en torno de la compra de votos y las maniobras de los jurados electorales.
Cuando Alberto Lleras tomó posesión de la presidencia el 7 de agosto de 1958, dijo que, habida consideración del régimen dictatorial de Rojas Pinilla, cumplir fiel y lealmente la Constitución y las leyes de la república era el programa que las circunstancias exigían. Lo mismo habrá que exigirle a quien resulte elegido para el próximo periodo: que respete la institucionalidad y no la tergiverse con miras a su destrucción. Por consiguiente, que haga cumplir las leyes y no someta la autoridad que las mismas otorgan a los dictados de los violentos. En suma, que se aplique a realizar un programa civilizador y no ceda ante la barbarie.
Lo que estamos presenciando es un panorama de anarquía, por cuanto el tirano que nos malgobierna ha renunciado a cumplir el deber elemental de conservar en todo el territorio el orden público y restablecerlo donde fuere turbado.
Hay que elegir un presidente que tenga la entereza que se requiere para contener los apetitos desaforados de las Farc, el Eln y otras fuerzas deletéreas que conspiran contra la prosperidad de Colombia y el bienestar de su pueblo.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: Febrero 15 de 2018