A la lucha contra la corrupción, como a la paz, le están haciendo mucho ruido electoral y desde el Estado mismo, sin que se vean resultados que le devuelvan la confianza a una sociedad desencantada y, lo que es más delicado, enfrentada a su derecho al sufragio, a su poder electoral.
Da grima escuchar al presidente justificándose con el cuento de que siempre ha habido corrupción y que si hoy es notoria es porque su gobierno la está destapando, cuando ha sido el que más la ha propiciado, repartiendo a chorros la mermelada de los cupos indicativos para comprar apoyos al mal llamado proceso de paz, y haciéndose el de los ojos gachos frente a las trapisondas en Reficar, los sobornos de Odebrecht y los asaltos a la salud de los colombianos y la alimentación de los niños más necesitados, entre otros.
El objetivo de la lucha contra la corrupción no es destaparla, sino castigarla ejemplarmente como mecanismo de disuasión. La confianza en la justicia tiene el mismo efecto que la necesaria formación en valores en la familia y durante la educación formal.
Sin embargo, la lección social es perversa cuando la corrupción se destapa, pero sus culpables de cuello blanco se le escabullen a la justicia entre acuerdos, principios de oportunidad, vencimiento de términos y detenciones extramurales en sus palacetes.
Es urgente reformar la justicia y su eslabón final, el sistema penitenciario, porque allí se pierden los esfuerzos de la Fiscalía, la Policía y la denuncia ciudadana, y allí nacen la desesperanza y la indignación de la sociedad. Pero eso solo lo podrá lograr un Estado que le devuelva la independencia a los tres poderes, fundamento de la democracia, que este Gobierno desbarató en medio de mermeladas, favoritismos y vulgares intereses.
Hoy la Corte Suprema muestra diligencia en investigar a los parlamentarios que convirtieron en caja menor los megaproyectos y los servicios esenciales en sus regiones. Ojalá no sea una fórmula para desviar la atención del no menos indecente proceder del cartel de la toga, una estrategia que ya utilizó el exprocurador Maya en 2003, cuando investigó a medio Congreso -¡204 parlamentarios!- por tráfico de influencias, con la intención oculta de ir cocinando su reelección. Hoy, el mismo señor Maya, que no encuentra como posar derecho en la foto de los mosqueteros anticorrupción, salió con una propuesta que juega entre chiste flojo y populismo barato. Muy a lo Chávez, acude al libertador para pedir con grandilocuencia: ¡pena de muerte a los corruptos!
Debería, más bien, explicarle al país por qué la Contraloría no se dio cuenta a tiempo del tráfico de sentencias de sus excolegas de las altas cortes o de las tropelías de sus amigos que lo eligieron en el Congreso, los mismos grandes y tramposos electores que reeligieron a Santos en 2014. Debería explicar por qué se dedicó a perseguir a Fedegán durante cuatro años sin encontrar irregularidad alguna, pero se rehúsa a investigar al señor Iragorri, su socio en esa persecución, a pesar de que entre 2016 y 2017, en apenas dos años, el “eficiente” exministro ejecutó el 92,8% del presupuesto ¡3,1 billones de pesos! bajo contratación directa, es decir, a dedo y con la Contraloría mirando para otro lado.
Mucho ruido: consultas innecesarias, un gobierno con rabo de paja, un contralor en entredicho, impunidad de cuello blanco, populismo y vagas promesas, todo resumido en la obviedad de un titular de época electoral que me llamó la atención: “Consenso de candidatos en lucha contra la corrupción”. ¡Qué tal! La noticia sería que no lo hubiera.
Publicado: febrero 21 de 2018