Hay básicamente dos socialismos: el democrático y el totalitario.
El primero se ha acoplado a la democracia liberal e incluso al modo de producción capitalista, aunque introduciéndole a este correctivos, unos convenientes y otros perjudiciales. Pero ese acople ha sido en general positivo, pues en buena medida a él se debe que Europa, el continente que más conflictos padeció en la primera mitad del siglo pasado, haya logrado en las últimas décadas la paz social, según lo afirma la profesora Shari Berman.(Vid. Understanding Social Democracy).
El segundo corresponde a los regímenes comunistas y al «Socialismo del Siglo XXI», que no es otra cosa que un comunismo camuflado. Su propósito es erradicar la propiedad privada, la libre empresa y la economía de mercado, para sustituírlas por la propiedad colectiva, la planificación central y el control absoluto de las actividades económicas por parte del Estado.
Este sistema fracasó en el siglo XX y los intentos de revivirlo bajo la mencionada modalidad del «Socialismo del Siglo XXI» están igualmente destinados a frustrarse.
Pero el partido de las Farc y sus compañeros de ruta insisten en imponerlo entre nosotros, sobre la base de que, según ellos, el capitalismo está en crisis y lo que proponen exhibe una superioridad moral que justifica su aplicación en aras dizque de la «refundación de Colombia», tal como puede leerse en el documento que resume las tesis preparatorias del congreso fundacional de dicho partido.(Vid. Tesis de abril).
La tesis marxista según la cual el capitalismo está sometido a crisis inevitables y cada vez más destructivas que lo conducirán a su derrumbe final ha sido desmentida categóricamente por la historia. Pero el marxismo presenta los rasgos de lo que Eric Voegelin llamaba las «religiones seculares», uno de los cuales es el fundamentalismo que impide observar las realidades e inclinarse ante ellas.
El capitalismo ha demostrado su vigorosa capacidad para superar las crisis. El que, en cambio, exhibe enormes dificultades para ajustarse a los cambios es el comunismo.
Pero queda el argumento de la superioridad moral, que tiene mucho peso entre los intelectuales e incluso en medios religiosos, especialmente en la izquierda católica. Se dice, en efecto, que el capitalismo privilegia el egoísmo, mientras que el socialismo promueve la solidaridad; que aquel favorece a los ricos, mientras que el segundo beneficia a los pobres; y que los ideales de «Libertad, Igualdad y Fraternidad» que postuló la Revolución Francesa encuentran cabal realización en los regímenes socialistas, mientras que en los capitalistas se los desconoce.
Esa superioridad moral puede darse en los textos, mas no resulta en los hechos.
Dice el Evangelio:»Por sus frutos los conoceréis»(Mt. 7-16). Pues bien, por sus frutos se advierte que el comunismo se nutre de una ideología intrínsecamente criminal, tal como lo demuestra «El Libro Negro del Comunismo» que en varias ocasiones he citado en este blog. (Vid. El libro negro del comunismo).
Sus autores estiman en unos cien millones el número de muertos imputables a la lucha de los comunistas por tomarse el poder y consolidarlo en distintas latitudes. Y faltan datos recientes, como los relacionados con la violencia guerrillera en nuestro país. No hay duda: las Farc, el Eln y los demás grupos afines se han comportado como hordas criminales. Su desprecio por la vida humana, su crueldad, su espíritu sanguinario son comparables con lo peor que ha producido la especie humana en toda su historia.
A alguno se le ocurrió, sin embargo, justificar esos crímenes afirmando que se los ha cometido «para que otros vivan mejor». Desde luego que este enunciado parte de una ecuación monstruosa: el terror revolucionario hace posible la felicidad del mayor número.
Recuerdo haber leído hace años un escrito de Bertrand Russell en el que este afamado filósofo decía que estaría dispuesto a admitir los excesos de los revolucionarios si, en efecto, se comprobase que de los mismos se siguiera la edificación de un mundo feliz, vale decir, pienso yo, el surgimiento de un «hombre nuevo». Pero ya sabemos que el «mundo feliz» y el «hombre nuevo» son meras entelequias ilusorias. Sobre lo primero, basta con releer el célebre texto premonitorio de Huxley: Un mundo feliz. En cuanto a lo segundo, recomiendo «El Fin del <Homo Sovieticus>», de Svetlana Aleksiévich (Acantilado, Barcelona, 2015), que muestra en qué fue a parar la insensata empresa de transformación del «Viejo Hombre» que promovió el comunismo en la URSS.
El mismo promotor de la monstruosa ecuación de que he dado cuenta atrás se oponía a las libertades económicas, pese a que en otros aspectos fungía de extremista libertario, porque a su entender aquellas consolidaban un sistema de desigualdades. El capitalismo, en verdad, las genera y mantiene. Pero el comunismo creó, a su vez, su propio sistema de estratificación social. Ya en la década del 50 del siglo pasado Milovan Djilas lo denunció en «La Nueva Clase».(Vid. La nueva clase). Y los años subsiguientes mostraron cómo la dictadura del proletariado había abierto el camino del «Culto de la Personalidad» y consolidado el poder de la «Nomenklatura».
Se cumplió así lo que había anunciado Orwell en su «Rebelión en la Granja», que muestra cómo los cerdos se hicieron al poder bajo la consigna de que «todos los animales son iguales, pero hay unos más iguales que otros». (Vid. Rebelión en la granja). El igualitarismo comunista conduce, en efecto, a que lo peor de las sociedades se instale en las altas esferas del poder e imponga su despotismo sobre las masas. ¿No es eso lo que muestra «El Doctor Zhivago»? (Vid. Doctor Zhivago).
¿Cualquier parecido del Secretariado de las Farc con los cerdos orwellianos será mera coincidencia?
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: enero 4 de 2018