Es fisiológicamente imposible imaginar la agonía de una víctima de un crimen sexual. La periodista Claudia Morales publicó haber sido violada, haber guardado silencio por muchos años, y guardarlo aún con respecto al nombre de su victimario. Argumentó las razones y el derecho de las víctimas a guardar silencio, el que ella misma ha ejercido y seguirá ejerciendo: la tortuosa asimilación del hecho, el dolor con la aflicción de los seres queridos, la impotencia de no poder probarlo, las posibles represalias del violador, entre otras.
Las periodistas Paola Ochoa y María Antonia Pardo manifestaron su apoyo a Claudia Morales y su acuerdo con el derecho al silencio. Seguidamente, desataron una cadena de especulaciones sobre el supuesto victimario, expresando, primero tácitamente y después explícitamente, su conclusión: el culpable es Álvaro Uribe Vélez. Ellas y quiénes se les han unido, supuestos defensores del derecho al silencio, emplazan con sus especulaciones a Claudia Morales, esperando llevarla a romperlo.
El individuo es experto en revestir sus actuaciones de validez moral y muchas veces se autoengaña sobre sus verdaderas motivaciones. Me pregunto cómo se habrán justificado a sí mismos, Ochoa, Pardo y compañía, la validez moral de tejer la teoría de que Álvaro Uribe es el violador, en contravía del explícito deseo de la presunta víctima, de sus pronunciamientos tácitos (Semana y RCN) y de los hechos verificables publicados transparentemente por el Centro Democrático. Se dirán que la validez moral reside en develar la identidad de un criminal, pero su verdadero móvil es la satisfacción que sienten ante cualquier adversidad de su odiado, Álvaro Uribe. Varios, que en su fuero interno no creen que se trate de Álvaro Uribe, alimentan la teoría para satisfacer su odio; tienen la convicción de que así Uribe no sea el culpable se merece el escarnio.
La realidad hoy es que el propósito de Claudia Morales está derrotado: está plenamente politizada su violación, cuestionado su derecho al silencio, más víctimas con miedo a romperlo, menos con derecho a guardarlo y el foco distraído del problema de fondo, el abuso sistemático a la mujer. Los causantes de la derrota están felices por la creciente mención de Álvaro Uribe como presunto victimario. Para ellos, el relato de Claudia Morales ha sido un instrumento político. Si Uribe no se pronuncia “¿Por qué guarda silencio si siempre responde?”, si se pronuncia “explicación no pedida, acusación…”, si no publica los viajes “¿qué tiene que esconder?”, si los publica completos “fueron varios, eso refuerza la teoría; sospechoso que no haya tal dato”, si Claudia Morales no desmiente “silencio acusador” (Claudia Morales ha desmentido tácitamente, pero defendiendo en sentido estricto su derecho al silencio), si lo desmintiera dirían “no le quedaba de otra ante un ser tan peligroso”.
Lo último que me imaginé en la vida fue tener que escribir un testimonio sobre la decencia de mi papá con las mujeres; es quizá el rasgo más evidente de su carácter. No “tengo” que hacerlo; en teoría los hechos se defienden solos. Lo hago porque no puedo tener tranquilidad mental si no dejo una constancia explícita del ejemplo que recibí, que se resume muy fácilmente. Jamás en la vida, en discusiones con sus amigos más íntimos o en algún consejo, le he escuchado a mi papá un solo calificativo que degrade a la mujer; jamás lo he escuchado ufanarse de alguna conquista que hubiera hecho joven; jamás un comentario o ejemplo que me llevara a mí a ver a la mujer como un trofeo, como un objeto sexual, a contar “levantes” como si fuera un marcador. Se cuida de no decir una palabra soez frente a una mujer. Es excesivamente caballeroso, quizá más de lo que a algunas feministas les parecería correcto. Nunca ha presumido de despertar algún deseo en una mujer, ni siquiera en los casos en los que alguna lo ha manifestado públicamente. Para mí, se resume en una anécdota de cuando yo tenía 16 años. En un quinceañero, año 99, al cual él asistió por ser buen amigo de los padres, me vio bailando con una niña. Si mal no recuerdo, era un merengue; yo lo bailaba como era normal y ya bien visto en la época, con las dos manos en la cintura inferior de mi pareja pero aún encima de la cadera. Mi papá interrumpió el baile y dijo que “así” no se bailaba, debía ser a prudente distancia, con una mano en la espalda y la otra tomando la mano de la pareja. A su salida, temprano como es su costumbre – jamás lo he visto trasnochar o tomar licor – me llamó a un lado, en privado, a darme un consejo: “hijo, a las mujeres hay que tratarlas con todo respeto, no puede hacerlas sentir incómodas, tocarlas indebidamente bailando”. El consejo fue totalmente privado, no pretendía fingir una apariencia, sino transmitir una convicción. Bailé como él me sugirió el resto de la noche. Fue la única noche que lo hice de esa forma; a todos mis amigos y amigas les parecía ridículo que alguien de nuestra edad bailara aún así.
Me duele igual, o quizá más, el cuestionamiento indirecto sobre mi mamá, sobre su juicio, su valentía y su carácter. Mi mamá tiene y ejerce plena independencia crítica, tiene un sentido superior de humanidad. No tiene apegos superfluos ni pretensión de dignidades efímeras. Tiene plenamente claro qué está dispuesta a sacrificar y qué no es capaz de tolerar. Tiene una intuición altamente desarrollada sobre el carácter y la ética de las personas y no disimula sus desacuerdos. Jamás ha tolerado estar al lado de alguien de quien intuya que su fibra moral no corresponde a la propia.
Publicado: enero 26 de 2018