La paz puede considerarse desde distintas perspectivas. Las más profundas son las de la paz del alma y la armonía de los espíritus. Las más superficiales son las de la paz social y la política.
Una y otra se dan cuando los distintos actores colectivos renuncian a la violencia para hacer valer sus aspiraciones y aceptan someterse a las reglas de juego que fije el ordenamiento jurídico, así como al monopolio estatal de la fuerza coactiva legítima, sin perjuicio de que cada uno mantenga sus intereses, sus puntos de vista y sus pretensiones.
Dicho de otro modo, en esta situación de paz superficial no desaparecen los conflictos, sino que se atemperan. Muchos desacuerdos persisten y se mantiene la competencia entre diversos sectores, pero todo ello transcurre dentro del marco de normas confiables.
La confiabilidad de las reglas depende de varios factores: la legitimidad de quienes las producen, la razonabilidad de sus contenidos, la ecuanimidad de los llamados a aplicarlas, la buena fe de sus destinatarios.
No cabe duda de que la violencia que a lo largo de más de medio siglo hemos sufrido los colombianos pone de manifiesto una profunda crisis de legitimidad de la institución estatal. Los revolucionarios que se han alzado en armas rechazan por definición como autoridad legítima la que ejerce las funciones públicas. Pero esta misma autoridad, por distintos motivos, ha demostrado su ineficacia para hacerse respetar y obedecer en todo el territorio nacional.
Esos motivos son de varia índole. Muchos tocan con la corrupción, que es endémica en las diferentes capas de la sociedad. Otros tienen que ver con aspectos culturales muy arraigados, así como con la escasez de recursos humanos y materiales necesarios para lograr que la ley se cumpla y el orden a que ella aspira se haga efectivo en la vida social.
Creo haber citado en otras ocasiones dos libros muy significativos para el cabal entendimiento de nuestra realidad histórica: el de David Bushnell, «Colombia, una nación a pesar de sí misma» y el de Marco Palacios y Frank Safford, «Colombia, país fragmentado y sociedad dividida».
A ellos se suma uno reciente, escrito al alimón por Daniel Pécaut y Alberto Valencia Gutiérrez: «En busca de la nación colombiana» (Debate, Bogotá, 2017).
En este interesante libro que recoge las conversaciones entre ambos autores, Pécaut es enfático en señalar sendos déficits que nos aquejan en torno de la construcción de nación y la construcción de ciudadanía. Desde el punto de vista comunitario, no hemos logrado consolidar una nacionalidad vigorosa; y en lo individual, nuestro sentido ciudadano es bastante endeble, de suerte que obra en nosotros una fuerte tendencia, más que libertaria, anárquica.
El acuerdo con las Farc se hizo a espaldas del país e ignorando las realidades de la Colombia profunda. Refleja en buena medida los puntos de vista trasnochados y desfasados de los ideólogos de la guerrilla y la claudicación del equipo negociador presidido por De la Calle, que no solo ignoró el estado ruinoso de nuestra hacienda pública y las dificultades de nuestra economía, sino el parecer de millones de colombianos en materias tan sensibles como la justicia, el trato a las víctimas, el narcotráfico, la ideología de género o la participación política de los subversivos, entre otras.
Con base en el acuerdo, el partido político de las Farc pronuncia un discurso reiterativo sobre la paz que no coincide con su dogma revolucionario marxista-leninista ni con lo que dicho acuerdo estipula sobre los movimientos sociales y la protesta popular, que darán lugar a nuevos fenómenos de violencia que las autoridades no podrán contener.
Ya se está viendo eso a todo lo largo y ancho del país. Muchos piensan que las Farc están detrás de esa violencia, a través de sus supuestas disidencias, de los sectores involucrados con narcocultivos y narcotráfico o de acuerdos ocultos con el ELN y las bacrim.
Es lo cierto que el panorama actual es de ingobernabilidad. Así Santos diga que no se arrodillará ante el terrorismo, no cabe duda de que eso es lo que ha venido haciendo en los últimos años. La sociedad civil observa sin saber cómo reaccionar ese oscuro paisaje. Y la delincuencia de todos los pelambres cada vez está más alzada, pues sabe que no hay Estado fuerte que sea capaz de contenerla y muchísimo menos de doblegarla.
Hay un libro reciente de Francisco Gutiérrez Sanín que no comento todavía, pues apenas lo he hojeado, sobre el proceso de destrucción de la república a que nos condujeron las hegemonías políticas a mediados del siglo XX. Pienso que lo que se avecina ofrece perspectivas similares de erosión institucional y quizás de recrudecimiento de la violencia.
La crisis de legitimidad no se ha superado. Cuando las Farc vean que por el camino electoral no obtendrán el respaldo que esperan, dirán que el «establecimiento» las engañó y volverán a las andadas, esta vez sin que pueda oponérseles un liderazgo sólido y una fuerza pública animada por la decisión de someterlas.
Insisto en que quien resulte elegido para la presidencia en las elecciones venideras se ganará la rifa del tigre.
Publicado: febrero 1 de 2018