El Tiempo publicó la semana pasada una reseña sobre el debate que tuvo lugar en la Universidad Javeriana entre el padre Gerardo Remolina S.J. y el conocido promotor del ateísmo Richard Dawkins (vid.
Sobre la existencia de Dios).
Al tenor de la referida publicación, los planteamientos de Dawkins no fueron más allá de lo que usualmente se conoce acerca del conflicto entre la concepción cientificista del mundo y las distintas concepciones religiosas, centrados esta vez, al parecer, en su crítica al fundamentalismo religioso, principalmente de tipo protestante que agudiza dicho conflicto a partir de una interpretación literal de la Biblia que hace hincapié en el creacionismo y niega los datos de la evolución.
Dawkins goza de merecida fama como divulgador de temas científicos, especialmente en lo que concierne a la biología, y encarnizado crítico de las ideas religiosas. Pero no es un teólogo, como tampoco, strictu sensu, un filósofo. Pertenece a esa categoría que en su momento identificó Ortega y Gasset como de especialistas que se amparan en sus conocimientos científicos para proyectarse más allá de lo que los mismos autorizan, a través de generalizaciones mal fundadas en los rigurosos métodos de las ciencias experimentales.
Estas, por supuesto, han modificado sustancialmente las ideas que tenemos sobre nosotros mismos y las realidades que nos circundan. Es claro que nuestras concepciones sobre el mundo no pueden ser las mismas de las épocas pre-científicas y que no pocas ideas tradicionales, incluso de tipo religioso, sufren el influjo a veces demoledor de los resultados establecidos por la ciencia. Pero esta adolece de distintas limitaciones, sus hipótesis no dejan de ser provisorias y dan lugar a un muy amplio margen abierto a la especulación racional e incluso a la imaginación.
La ciencia sustenta, en los términos de Dilthey, una o varias concepciones posibles del mundo. Menciono a ese eminente filósofo alemán del siglo XIX para llamar la atención acerca de lo siguiente: las concepciones del mundo no son estrictamente racionales, pues se nutren de distintos ingredientes que de hecho pueden ser míticos y, en los tiempos que corren, ideológicos.
El padre Remolina puso, en efecto, el dedo en esa llaga: hay cierta mitología de la ciencia, de la racionalidad, de las evidencias empíricas. Las ciencias se definen por las parcelas de la realidad a cuyo examen metódico se aplican. Esas parcelas trazan sus límites, así como las condiciones de validez de sus métodos. Cuando se exceden esos límites ya no se está en el terreno estrictamente científico, sino en el de las meras opiniones o el de las ideas filosóficas.Y como bien se sabe, además, toda ciencia particular supone ciertos presupuestos metafísicos que ella misma no sustenta.
Hay historiadores de la ciencia occidental que plantean que esta no se habría podido desarrollar sin el clima que había creado la metafísica cristiana, que afirmaba la idea de un orden racional del universo fundado en Dios. Descartes mismo no pudo prescindir de Dios como garante de las verdades accesibles a nuestro entendimiento. Y Newton, por su parte, basaba en Él la confianza en que las órbitas planetarias mantuvieran su regularidad.
Hubo, es cierto, un paso posterior tendiente a excluir la idea de Dios de la explicación científica. Se atrevió a darlo, entre otros, Laplace, que al dar respuesta a Napoleón sobre el papel que le correspondía a Dios en la explicación de su sistema astronómico le dijo que la de Dios era una hipótesis innecesaria.
Dawkins permanece en la idea de Laplace. Nada nuevo aporta. Afirma a pie juntillas que nada tuvo que ver con el «Big Bang», ni con el origen y la evolución de la vida, ni con la configuración de la conciencia, y que la suya es una idea del todo desdeñable cuando se trata de explicar la existencia humana y su destino final. Se identifica con Searle, quien proclama que somos «bestias biológicas» y todo lo que nos concierne tiene que examinarse solo a la luz de la teoría cuántica de la materia y la de la evolución de signo darwiniano.
Pero no todos los científicos ni quienes se ocupan de la enseñanza y la divulgación de la ciencia opinan de la misma manera.
Menciono al azar tres casos. Primero, el de Camilo Flammarion, astrónomo como Laplace, que se dedicó además a investigar a fondo las manifestaciones de lo que llamamos el mundo sobrenatural y llegó a la conclusión de que habitamos en un medio psíquico que nos resulta difícil entender, pero ahí está. Segundo, el de Claude Tresmontant, uno de los grandes pensadores de nuestro tiempo según Guy Sorman, profesor de filosofía de la ciencia en La Sorbona y merecedor del Gran Premio de la Academia de Moral y Ciencia Política por todas sus obras en
1987, quien escribió un texto luminoso: «Cómo se plantea hoy el problema de la existencia de Dios». Tercero, el de Charles Tart, que coronó más de medio siglo de investigación y enseñanza científicas con «The End of Materialism», que mantengo a la mano prácticamente como libro de cabecera.
Se habla del «Big Bang» olvidando que es una hipótesis propuesta por un jesuíta belga, fundada en observaciones astronómicas y análisis matemáticos, la cual deja abierta la cuestión de cómo se produjo el impulso inicial, y en sana lógica no solo no excluye la idea de un creador, sino que incluso la sugiere. Dawkins afirma que seguramente la ciencia terminará ofreciéndonos alguna explicación satisfactoria sobre el origen de la vida, que es cuestión todavía no resuelta. Supongamos que sea válida la hipótesis de Oparin acerca de una síntesis que se produjo en el fondo del mar por obra de radiaciones cósmicas. ¿Excluye la acción creadora de Dios? ¿Fue algo fortuito o, más bien, sugiere un designio inteligente? ¿Y qué decir de lo que Teilhard de Chardin denominaba «el fenómeno humano»? ¿De dónde procede la conciencia, irreductible a su soporte biológico y que ya en ciertos medios tiende a considerarse anterior al mismo?
Tresmontant, que no era propiamente un ignorante ni un charlatán, va al fondo metafísico del asunto, a partir de la distinción entre el ser necesario y eterno y el ser contingente y finito. Si, según enseñan los físicos, el universo material que conocemos por medio de los sentidos tuvo origen en el tiempo y tendrá fin en un día que se cree que será muy lejano al nuestro por obra de las leyes de la termodinámica, ese no es el ser necesario y eterno que postula el pensamiento racional, ese que no puede no ser.
Acá hay que traer a cuento a Voltaire, para quien el gran mecanismo de relojería que nos ofrecía Newton solo era explicable en función de un gran relojero, es decir, de una inteligencia superior. Hawkins y Dawkins pretenden que ese gran relojero es el átomo primordial, transformado por el segundo en el gen primordial.
El pensamiento cientificista podría triunfar sobre todo pensamiento religioso si lograra demostrarnos de modo convincente que solo hay un universo, el material accesible a los sentidos; que no hay, por consiguiente, un universo sobrenatural, los «otros mundos que habitan en este», según decía poéticamente Paul Éluard; que no obran interacciones entre unos y otros; y que no hay supervivencia de la conciencia humana después de la muerte, la «vida después de la vida» que ha explorado el Dr. Raymond Moody a partir de sus experiencias clínicas.
Llama, en fin, la atención la actitud poco científica de Dawkins respecto de la Biblia y, en general, del hecho religioso. Acá lo contrasto también con Tresmontant, que a más de profundo conocedor del mundo de la ciencia, dominaba todo lo concerniente a dicho libro sagrado y sabía discernir la complejidad de los asuntos que se tratan en el mismo.
¿Puede uno considerar como malvado y corruptor lo que dice el Evangelio acerca de los mandamientos supremos de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo? ¿Hay alguna enseñanza maligna a partir de parábolas como la del Buen Samaritano o la del Hijo Pródigo, que en realidad debería llamarse la del Padre Bueno? ¿No ha dotado el Evangelio de una fuerza espiritual a nuestra civilización, como lo pusieron de presente destacados intelectuales ingleses como Hilaire Belloc, Gilbert Keith Chesterton o Chistopher Dawson, fuerza que tiende a disiparse debido a la prédica corrosiva de personajes tan miopes y gárrulos como Richard Dawkins?
Remato con la observación que alguna vez escuché de labios de un distinguido sacerdote: ¿Por qué les resulta Dios tan molesto a estos individuos? ¿Será porque, como lo puso en boca de Iván Karamazov ese genio que fue Dostoiewsky, «Si Dios no existe, todo nos está permitido»? ¿Es el nihilismo que se disfraza con la vestiduras de la ciencia?
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: diciembre 14 de 2017