Gaitán decía que el hambre no es liberal ni conservadora.
Así es, en efecto: el hambre es un hecho, uno de los más apremiantes que afectan la existencia humana, cuando no el que más. Razón tenía Marx al afirmar que la primera necesidad del hombre es asegurar su existencia. Lo demás viene por añadidura.
No obstante lo perentorio del hecho, otra cosa es la manera de enfrentarlo y resolverlo, que da lugar a una gran diversidad de opiniones.
Hace cosa de algo más de medio siglo esas opiniones podían englobarse en dos grandes categorías: las capitalistas y las socialistas.
Tal como se daban las circunstancias, en las diferentes latitudes podía debatirse en ese entonces acerca de los respectivos méritos y desventajas de unas y otras. Pero la crisis del socialismo en sus diversas tendencias a fines del siglo pasado hace pensar que la vía más adecuada para lograr el crecimiento económico que hace posible el mejoramiento de la calidad de vida de las grandes masas no es otra que la del capitalismo, entendido a partir de la propiedad privada de los medios de producción, la libre empresa y la economía de mercado.
Hace algunos días me permití poner en circulación entre los destinatarios de este blog una excelente presentación que hizo el profesor Juan David García Vidal acerca de las lecciones de los países exitosos, en la que muestra de modo contundente que los que han optado por los esquemas capitalistas son los que mejores logros han obtenido en la lucha contra la pobreza, mientras que los que perseveran en el socialismo mantienen a sus comunidades al borde de la miseria.
El caso de Venezuela es elocuente e invita a reflexionar a fondo sobre los caminos equivocados por los que transitan demagogos, aventureros, parlanchines y nefelibatas de variados pelambres, que prometen el oro y el moro para terminar sometiendo a los pueblos a los rigores de la indigencia.
Pero la fórmula capitalista de la propiedad privada, la libre empresa y la economía de mercado no obra por sí sola los prodigios de la abundancia y su proyección sobre el ser humano común y corriente. También este puede resultar lesionado por ella si no se la acompaña de correctivos institucionales e incluso culturales que orienten la actividad económica hacia fines socialmente necesarios.
En un reportaje que le hizo esta semana Fernando Londoño Hoyos en «La Hora de la Verdad» a Óscar Iván Zuluaga, este puso énfasis en la educación como requisito indispensable para obtener metas satisfactoria de desarrollo social. Una educación de calidad y adaptada a las necesidades del país es el mejor instrumento para mejorar las condiciones de vida de las personas, siempre y cuando venga acompañada de políticas que estimulen la creación de nuevos y bien remunerados empleos, para que no suceda lo que en otros países que, si bien producen profesionales y técnicos a granel, los tienen desocupados o sirviendo destinos para los que su preparación resulta supeflua. Es el caso de Cuba, cuya débil economía no les ofrece a sus ingenieros los empleos para los que estudiaron.
Me decía mi colega en Chile, el embajador de Corea del Sur, que su país sufrió muchísimo a lo largo del siglo pasado y sus padres entendieron que solo a través de la disciplina y la educación podrían aliviar las penurias que los afligían. Hace medio siglo Corea del Sur era más pobre que Colombia. Hoy es una potencia económica. Hubo una generación que entendió los retos pertinentes y los superó con creces.
Nosotros, hoy, debemos aprender esas lecciones adoptando, como reclamaba hace años Alberto Lleras Camargo, un propósito nacional o, mejor dicho, varios propósitos. Uno de ellos, obviamente, debe centrarse en la educación.
Pero hay otros. En Chile tuve oportunidad de relacionarme con los creadores del plan para erradicar la desnutrición. En el transcurso de una generación, los chilenos lo lograron, asumiendo los costos que ello implicaba bajo el supuesto de que para el país resultaba muchísimo más oneroso mantener una población con elevados índices de desnutrición. A Allende le presentaron el plan, pero él no lo entendió. En cambio, la Junta Militar que presidía Pinochet sí supo comprenderlo y ponerlo exitosamente en práctica.
Qué deplorable contraste con lo que sucede hoy entre nosotros, cuando Fernando Londoño Hoyos denuncia que la tercera parte de la población colombiana está pasando hambre y los programas de alimentación de los niños en las escuelas están en manos de validos de políticos rapaces que cobran $ 40.000 por cada pechuga de pollo que sirven como ración.
Preocupa que según las encuestas unos porcentajes importantes del electorado parezcan inclinarse por candidatos izquierdistas o criptoizquierdistas que adolecen de escasa formación económica y, por consiguiente, no tienen claridad acerca de cómo promover el crecimiento que es condición ineludible del desarrollo social. El hoy beato Pablo VI decía que «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz», pero hay que agregar que sin crecimiento no hay desarrollo. Este implica que haya adecuada distribución de los frutos de aquel, pero siempre y cuando, desde luego, resulten esos frutos.
La economía puede abordarse desde presupuestos ideológicos, lo cual la condena al fracaso, o desde una adecuada percepción de los hechos sociales, lo que implica adoptar altas dosis de pragmatismo. Así lo entendió Deng Xiao Pin, el arquitecto de la impresionante transformación de China a fines del siglo pasado, cuando adoptó este lema: «No importa si el gato es negro o blanco; lo que interesa es que cace ratones».
Recuerdo un escrito de Raymond Aron que leí hace años, en el que el más ilustre de los pensadores liberales del siglo XX decía que las economías modernas deben lidiar con lo que él llamaba una «fatídica trinidad». Todas aspiran a tasas de crecimiento aceleradas que a la vez garanticen el pleno empleo con remuneración adecuada e índices de precios estables que aseguren el acceso de los consumidores a los bienes y servicios que demandan sus necesidades. Pero resulta en extremo difícil, por no decir imposible, lograr resultados óptimos a la vez en esos tres escenarios. Solo la habilidad política logra equilibrios aceptables entre ellos.
De ahí que Bismarck, un conservador decimonónico que promovió acciones que sirvieron de antecedente del Estado de Bienestar o Estado Providencia del siglo XX, dijera que la política es el arte de lo posible.
Uno se pregunta si las Farc y sus compañeros de ruta que aspiran a la toma del poder dizque para la «refundación de Colombia» entienden estas realidades contundentes que chocan con sus delirios ideológicos.
La conocida frase de Lenin que sirve de título de este escrito debería invitarlos a reflexionar. Su programa no asegura, como creía Marx, el tránsito del Reino de la Necesidad al Reino de la Libertad, sino, muy probablemente, un verdadero «descensus ad inferos», pero sin esperanza alguna de redención.
Publicado: diciembre 30 de 2017