Iván Cancino: Cuando quise ser mamerto y no pude

Iván Cancino: Cuando quise ser mamerto y no pude

Todo comenzó el viernes de la semana pasada cuando, en este mismo espacio, anuncié mi voto por el doctor Timochenko para la Presidencia de la República. Creí que había sido un escrito más. Pero no fue así.

Mi madre, que es una santa en vida, fue la primera en llamarme pasaditas las seis de la mañana. “Hijo querido –me dijo–: ¿eres consciente de las burradas que escribiste hoy en ese portal Los Irreverentes? ¡Ay, si tu padre viviera!”.

Un poco aturdido por el comentario, atiné a decirle a mi madre que, para no contrariarlo, había esperado que mi padre partiera para anunciarle al mundo que me había vuelto mamerto y que estaba convencido de que la mejor opción para Colombia era el doctor Timochenko, el máximo jefe de las Farc y ahora candidato presidencial.

“Pero ese tipo es un asesino, un criminal”, me ripostó con ese tono que ponen las mamás cuando saben que sus hijos están equivocados. Le dije que yo daba por descontado que, cuando fuera gobernante, el doctor Timochenko cambiaría por el bien del país. “¡Ay, qué ingenuo mi muchacho! ¡Iván, por Dios, la gente no cambia! ¡El que es no deja de ser!”, me dijo, con evidente molestia.

Me despedí de la llamada telefónica con mi madre y al rato me levanté. Abrí la puerta de la habitación y el perro de mi casa ya no me saludó como todos los días, sino que, por el contrario, me miró como con ganas de morderme.

“Y a este qué pulga lo picó hoy”, pensé.

Miré para el comedor y me alarmé cuando no vi mi desayuno servido. “Coherentes, Iván, coherentes”, me dijo mi mujer en tono enérgico y regañón. “Es la vida que escogiste. Optaste por ser mamerto y eso lo respeto. Pero no voy a permitir que te las des de progresista de puertas para afuera. Por eso ni hoy ni nunca más se servirá desayuno en esta casa. Yo doy por descontado que los Timochenkos y los Petros y los Navarros y las Claudias se abstienen de desayunar para darles ese bocado de comida a los pobres”.

Bastante incómodo, le di la espalda a mi mujer, quien, antes de perderme de vista, me lanzó otro golpe bajo: “Ah, y no te puedes bañar ni afeitar porque mamerto que se respete no se baña diario y se deja crecer la barba porque, según dicen, eso los hace ver más intelectuales y sobre todo más comprometidos con el pueblo”.

Como a las nueve de la mañana salí de mi casa sin bañarme y con un hambre que me devoraba. Una hora después llegué al edificio del centro de Bogotá donde tengo mi oficina. La recepcionista, tan querida como siempre, me saludo con una sonrisa, pero esta vez no me dijo doctor sino Iván, a secas. Un minuto después saludé a mi secretaria. “Cómo le va, camarada”, me respondió con el respeto debido.

“Camarada, el teléfono no ha parado de sonar. Le tengo como 20 llamadas. Lo llamaron por ejemplo del Liceo Francés y de una tal Unidad Nacional de Protección”, me explicó Johanna medio confundida por esas llamadas.

“Pásemelas”, le respondí.

La primera fue la del Liceo Francés. En tono muy cordial, una señora me comentó que a esa institución le gustaría mucho que mis dos hijas estudiarán en ella. Por mucho que le insistí, mi interlocutora nunca me quiso explicar el porqué de tan extraña propuesta. Más tarde un amigo periodista me aterrizó con un “vos es que sos pendejo. No ves que allá estudian los hijos de Petro, de Mockus y de Hollman Morris”.

“No tenía idea”, le dije. Yo estaba seguro de que los hijos de estos tres políticos tan conspicuos y progresistas estudiaban en colegios públicos o de Bosa o de Kennedy o de Soacha. Pero no. Los metieron al Francés, un colegio famoso por su excelencia académica y también por elitista y costoso.

Por la noche les hablé a mis dos hijas de la invitación que les había hecho el Francés. Ambas, como son tan educadas, expresaron sus agradecimientos, pero me dijeron que estaban felices en sus escuelas. No me atreví a contrariarlas porque mamerto bueno tiene que ser un libre pensador y un respetuoso de las decisiones y gustos de los demás.

De regreso a mi oficina ese viernes de la semana pasada, le pedí a Johanna que me pasara la siguiente llamada. Un funcionario de la Unidad Nacional de Protección me explicó que le habían dado la orden de poner a mi disposición un esquema de seguridad.

“¿Esquema de seguridad? Pero yo no tengo problemas con nadie y nadie me ha amenazado”, le respondí honesta y tajantemente. El hombre sonrió y me habló de la columna de opinión en la que me declaré timochenkista y, por ende, fariano.

“Mire, doctor Iván (fue el primero que me dijo doctor en todo el día), le voy a ser franco: aproveche mi llamada para que se haga escoltar. Aquí, en la Unidad Nacional de Protección, solo basta decir que se es de izquierda y le dan lo que quiera. ¿O es que acaso a usted le molesta que le abran la puerta de un carro blindado sin tener que pagar nada? ¡Fresco que eso sale del bolsillo de los colombianos!”.

Desde luego no acepté tamaño ofrecimiento por elemental respeto al erario. Alguna vez, cuando quisieron matar a mi padre, conocí lo que es tener escoltas. Es un lío de la madona. No hay privacidad. No hay nada. Los escoltas saben todo sobre uno. Si baila bien o mal, si le gustan las feas o las bonitas. En fin, es un horror.

El domingo, como todos los domingos, le dije a mi mujer que fuéramos a almorzar o al Parque de la 93 o a Andrés Carne de Res. Casi me pega. Otra vez me regañó y me restregó en la cara que yo era un mamerto y que como tal debía comportarme, que por la cabeza de ella no pasaba ver a la doctora Piedad Córdoba o al doctor Iván Cepeda en semejantes sitios. Entonces terminamos en el piqueteadero de Doña Segunda, en el barrio 12 de Octubre, comiendo, morcilla, chorizo y chunchullo. La cuenta, incluidas las gaseosas (y sin propina), sumó 23.800 pesos.

El domingo por la noche no hablé en mi casa una sola palabra. Sabía que mi mujer, con razón, me regañaría por lo que dijera. Aprovechando una salida suya a la recepción del edificio, me levanté desesperado y fui hasta la nevera. No había nada. Ni siquiera agua.

“Crees que no imaginé que cuando saliera ibas a buscar la nevera. La poca comida que había se las regalé a los pobres. Sigue viendo tu fútbol que yo me voy a comer donde mis padres”, me dijo, braviado, apenas regresó de la recepción.

El lunes Johanna me reportó otra llamada de uno de esos tales colectivos de abogados de izquierda. Me hicieron un ofrecimiento poco usual: trabajar con ellos. A quien me llamó le di mil gracias, pero le advertí que yo en mi oficina estaba bien. Entonces me pidió que les diera cabida en mi bufete a “tres compañeros que llegaron esta semana de Cuba y Venezuela”. Media hora me tomó explicarle que me era imposible acceder a su petición, que tocaba pedirle permiso a David Teleki.

“Pero entonces qué clase de revolucionario es usted. Dice que va a votar por el camarada Timochenko y ahora sale con que le queda grande prestarnos su oficina. Usted no sirve para nada. Ábrase”, me dijo enojado y colgó el teléfono, sin despedirse.

El martes y el miércoles no hubo muchos cambios en mi vida. El hecho de llevar cinco días sin bañarme ya me estaba hartando. El calorcito en los pies y en las axilas se me estaba volviendo insoportable. Al mediodía del miércoles llamé a Pacho Santos y no me pasó al teléfono. Lo mismo me sucedió con José Obdulio, quien, en condiciones normales, contesta diligente desde las seis de la mañana.

Toda esta tragedia en la que yo mismo me metí tuvo punto final la noche del miércoles. Mi mujer me habló de la posibilidad de dejarme. Me argumentó que era mejor que nos diéramos un tiempo, que muy seguramente a mí me convendría más una mujer como Tanja, la holandesa de las Farc.

Con la voz entrecortada, le respondí que ya estaba bueno, que había metido la pata, que en realidad yo no quería ser más mamerto y que, en consecuencia, ya no quería ni iba a votar por el doctor Timochenko.

Entonces Andrea me abrazó y, también al borde del llanto, me dijo: “Te salvé. No sabes todo lo que he sufrido esta semana”. Inmediatamente me afeité y luego metí a la ducha. Me demoré como media hora para quitarme la roña de casi de una semana peleado con el agua y el jabón. Apenas salí de la ducha, Andrea me invitó a comer pizza. Me comí como 10 porciones y casi un litro de gaseosa.

En el camino a casa, Andrea condujo el carro. No hablamos una sola palabra porque me puse a meditar en lo difícil que es ser mamerto. Esa gente merece toda la consideración del mundo. Le toca ser falsa, acomodada, incoherente, desagradecida, oportunista y hasta desaseada. Es que eso de no bañarse ni afeitarse ni motilarse es un acto heroico que solo merecen los verdaderos seguidores del doctor Timochenko.

@CancinoAbog

Publicado: noviembre 17 de 2017