Con el argumento peregrino de que Santos había “acabado con más de 50 años de ‘guerra civil’”, el comité noruego le otorgó hace un año el Nobel de Paz.
Era algo con lo que el presidente de Colombia estaba obsesionado desde el primer momento en que llegó al poder. La tarea de lobby político empezó a hacerse en 2010, pocas semanas después de su posesión, cuando la cancillería tomó la exótica decisión de abrir una embajada en Oslo.
Hasta ese momento, las relaciones diplomáticas entre Colombia y Noruega estaba siendo manejadas a través de una discreta y austera oficina de negocios que cumplía plenamente las necesidades, pues entre nuestro país y aquel país nórdico los asuntos bilaterales son más bien escasos, empezando por el reducido intercambio comercial y la muy poca migración colombiana.
Pero aquella Embajada se abrió –con los costos que implica en infraestructura y nómina- para cumplir una misión específica: patinar el Nobel de Paz de Santos.
Cuando empezaron las negociaciones con la banda terrorista de las Farc, el gobierno designó a Noruega como país “acompañante”, una nominación etérea que no dice gran cosa.
En la práctica, se trató de una táctica bastante habilidosa de Santos: sentar en las negociaciones a un diplomático designado por aquel país, para que oyera y registrara “los denodados esfuerzos” del presidente de Colombia por sacar adelante el acuerdo con las Farc.
Y así se dio. Durante el tiempo que duró el sainete de La Habana, los colombianos registramos la presencia ininterrumpida de Dag Nylander, un diplomático de carrera y militante de la izquierda de su país.
Así, Noruega terminó involucrada hasta la coronilla en el proceso con las Farc
Santos, que está acostumbrado a echar mano del patrimonio público para comprar alianzas, se valió de unos bloques petroleros en el mar Caribe colombiano en los que la empresa de hidrocarburos de Noruega, Statoil, una de las más grandes del planeta, tenía intereses.
En octubre de 2014, en plena negociación en La Habana, el Instituto de Tecnología Energética de Noruega lideró una misión de negocios a Bogotá, con el fin de explorar nuevas alternativas comerciales y de inversión en nuestro país. Un importante directivo de Statoil hizo parte de aquella comitiva.
La visita surtió el efecto esperado. La Agencia Nacional de Hidrocarburos de Colombia, decidió adjudicarle a un consorcio del que Statoil es socio mayoritario un bloque petrolífero, el COL-4, ubicado en el mar Caribe.
Ahí no pararon los regalos. También se les adjudicó dos bloques más, en el Magdalena y en La Guajira.
Lo indignante, tal y como en su momento lo denunciaron LOS IRREVERENTES, es que la presidenta del comité que otorga el Nobel, la señora Kacy Kullman-Five, había sido miembro de la junta directiva de Statoil.
Kullman-Five, quien murió hace algunas semanas, no tuvo ningún inconveniente en darle a Santos el Nobel, pero después de que Colombia hubiera entregado importantes yacimientos petrolíferos a Noruega.
Para los escandinavos, Santos “le puso fin a 50 años de guerra civil”. Ni le puso fin, ni se trata de una guerra civil. La democracia colombiana fue, es y desafortunadamente seguirá siendo víctima de un desafío terrorista, el cual es generosamente financiado por el tráfico de miles de toneladas de cocaína.
Las Farc, a diferencia de lo que creen en Noruega, no son un “ejército libertador”, sino una peligrosa banda criminal, liderada por delincuentes de alta peligrosidad. Y así lo entiende el mundo libre que con sensatez decidió, desde hace más de 20 años, incluir a ese grupo en las distintas listas de organizaciones terroristas internacionales que existen.
Santos no le puso fin a absolutamente nada. Los actos criminales, como el que padecieron los habitantes de Tumaco en días pasados, comprueba que “la tal” paz de la que tanto habla Santos y por la que fue premiado con el Nobel, sólo existe en dos papeles: el acuerdo ilegítimo suscrito con Timochenko y los contratos a través de los cuales, Colombia le entregó sendos yacimientos petrolíferos a la empresa noruega, Statoil.
Publicado: octubre 9 de 2017