El acuerdo de paz entraña la claudicación del Estado colombiano ante un grupo narcoterrorista que pretende imponer un régimen totalitario.
Tomo prestado el título de la famosa novela de Louis-Ferdinand Céline para referirme al rumbo que llevan los procesos que vivimos en la Colombia de hoy.
Si a principios de la década actual, cuando ascendió a la presidencia Juan Manuel Santos, el porvenir del país parecía despejado y era promisorio, en estos momentos el panorama está lleno de espesos nubarrones que nada bueno auguran para el futuro cercano. La herencia que deja Santos está muy lejos de ser halagüeña, a punto tal que ninguno de quienes aspiran a sucederlo quiere dejarse encasillar como continuador de su legado.
Lo que él pensaba que sería su carta de presentación ante la historia, el Nuevo Acuerdo Final con las Farc dizque para la construcción de una paz estable y duradera, a poco andar está mostrando sus fisuras e inconsistencias. En rigor, amenaza ruina y ya se sabe que sus múltiples defectos no traerán consigo la anhelada paz, sino la recurrencia de los agudos conflictos que nos han azotado a lo largo de años.
Es un acuerdo mal concebido que les promete a los criminales de las Farc gabelas inusitadas. De hecho, entraña la claudicación del Estado colombiano ante un grupo narcoterrorista que pretende, como lo he observado en otras oportunidades, imponer un régimen totalitario y liberticida inspirado en el marxismo-leninismo.
La verdad, que según el discurso papal es requisito imprescindible para la justicia y la paz, es la gran ausente de ese pérfido convenio que las Farc ya están incumpliendo, como acaba de señalarlo el embajador norteamericano, y a todas luces se advierte que no tienen la intención de honrar.
El Santo Padre vino a hablarnos de la necesidad de la reconciliación, pero los gestos de los capos de las Farc lo que exhiben es su ánimo retaliatorio. Para muestra, lo que dijo alias Andrés París en el Externado acerca de que con la JEP se busca llevar a la cárcel al expresidente Uribe y su familia. Y qué decir acerca del homenaje al tristemente célebre «Mono Jojoy», al que el mismo París ensalza como el «Che Guevara de la revolución colombiana», en lo que, a decir verdad, no le falta razón, porque el tal Che era nada más y nada menos que un monstruo sanguinario.
Para lograr la firma de las Farc en el NAF, Santos entregó la institucionalidad colombiana. Es cierto que nuestro edificio institucional dejaba muchísimo que desear, pero al menos conservaba su fachada. Hoy exhibe una Constitución desarticulada sobre la que se pretende pegar el parche del NAF, lo que ha dado lugar a que prestigiosos juristas se pregunten cuál es en últimas nuestro ordenamiento fundamental, si es que algo queda que merezca esa denominación. Como reza una deliciosa milonga de José Canet, «lo que ayer fue de entero paño, hoy es fleco de trapitos que se caen a pedacitos sobre el recuerdo de antaño»(«Trapitos»). Lo que nos resta de Constitución no es otra cosa, en efecto, que unos andrajos.
Es más, para facilitar la suscripción del NAF y su incorporación al ordenamiento jurídico con miras a implementarlo, Santos no vaciló en corromper a los congresistas, presionar a los medios y los gremios, manipular a la Corte Constitucional, debilitar a las Fuerzas Armadas, seducir a la Iglesia, desconocer los resultados del plebiscito y engañar descaradamente a Raimundo y todo el mundo.
Si la institucionalidad en últimas reposa sobre fundamentos morales, lo que nos deja Santos es un ídolo con pies de barro, un ignominioso montaje ensamblado sobre mentiras y contubernios.
Lo he dicho y lo repito: estamos bajo un régimen de facto que no alcanza a ocultar sus vergüenzas cubriéndose con simulacros de juridicidad.
Para colmo de males, una economía que el gobierno de Uribe dejó bien encarrilada, hoy anda a la bartola, no solo en razón de la coyuntura externa, sino sobre todo por el desaforado endeudamiento y el no menos desaforado crecimiento del gasto público a que la ha sometido el ignaro Santos. Si como ministro de Hacienda de Pastrana raspó la olla, ahora como primer mandatario la hizo pedazos. Estamos en crisis y, sometidos a la coyunda del NAF, carecemos de medios idóneos para superarla.
Todo esto sucede en medio de una sociedad penetrada en todas sus esferas por el crimen. Tal como lo escribí a propósito de la visita del Papa, la nuestra es una sociedad devastada moralmente. Lo está, ante todo, en sus estratos dirigentes, como lo acredita el nauseabundo espectáculo de corrupción en la Corte Suprema de Justicia que acaba de destaparse, pero también en las restantes capas sociales, tal como se advierte en la crisis de la familia y el desmadre de la delincuencia, que es su producto natural. Si bien nos solazamos con las multitudinarias concentraciones que acompañaron al Papa en sus actos públicos, pensando que daban muestras del fervor religioso de nuestro pueblo, no podemos ignorar que se trata de una religiosidad muchas veces superficial, emotiva y poco consistente. Como dice el Evangelio de San Mateo, citando un texto de Isaías, «Este pueblo me honra con sus palabras, pero su corazón está lejos de mí»(Mt. 15-8).
Hemos vuelto, como en la desafortunada época de Samper, a quedar en la mira de los Estados Unidos y la comunidad internacional como país líder en los cultivos de coca y el tráfico de cocaína. No olvidemos que el NAF implica que nos convirtamos en país que no honra sus compromisos internacionales, pues la calificación del narcotráfico en que han incurrido las Farc como delito conexo con los delitos políticos viola flagrantemente la Convención de Viena. Y lo estipulado con ellas dizque para la erradicación de cultivos ilícitos y su sustitución por otros lícitos es a las claras un engañabobos que nos convierte en el hazmerreír del mundo civilizado. Vamos camino de la descertificación por parte de los Estados Unidos, con todo lo negativo que ello traerá consigo.
Ahora que el segundo período presidencial de Santos toca a su fin, ha aparecido una plétora de candidatos a sucederlo. En ella, como en todo lo humano, hay personajes excelentes, buenos, regulares, malos y pésimos. Lo primero que se le ocurre pensar a uno al ver esa cantidad de aspirantes es lo que suelen decir en los pueblos:»Mucho pobre junto pierde la limosna». Y así se ve en las encuestas, en la que ninguno cobra ventaja apreciable sobre los demás. Para peor, algunos de los que puntean son, simple y llanamente, aterradores.
Supongamos, sin embargo, que como en otros ámbitos, aquí la calidad terminará imponiéndose. Pensemos que este proceso de selección conduzca a que se consoliden los mejores. Y el que resulte elegido tendrá ante sí este dilema de Escila y Caribdis: si persevera en implementar el NAF, hará trizas a Colombia; pero si decidiere que no será posible cumplirlo, haciéndose menester introducirle correcciones sustanciales, ¿cómo lo logrará?
Santos dejará una armazón de hechos creados que será muy difícil de desarticular. En rigor, un nudo gordiano. Y, ¿cómo se desata un nudo de ese jaez?
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: septiembre 28 de 2017