Hemos insistido por décadas en la urgente necesidad de una profunda reforma al sistema de administración de justicia. Cuando fui viceministro de Justicia trabajé sin descanso en ello, junto con el ministro Fernando Londoño. De hecho, preparamos un proyecto de reforma integral que avanzó por buen camino hasta que las altas Cortes lo hicieron fracasar. Dos fueron los temas que entonces frenaron la propuesta: uno, la oposición del Consejo de Estado a que en los fallos hubiera una sección en que se estableciera de manera expresa que parte de toda la sentencia debería ser considerada como “jurisprudencia” y, segundo, la definición de que la última instancia en materia de tutelas contra sentencias estuviera en cabeza de la Corte Constitucional. Esa toma de posición del Gobierno en el entonces choque de trenes entre las cortes fue la fuente inicial de la enemistad de varios magistrados de la Corte Suprema en contra del presidente Uribe que, después, se tradujo en persecución política contra algunos de sus funcionarios (por cierto, la información que se conoce ahora hace indispensable revisar las sentencias en que participaron los magistrados corruptos). La Suprema ha sido ejemplo nefasto de la politización de la justicia y de la judicialización de la política.
Hoy esa reforma es más apremiante que nunca. Antes se habían destapado crímenes cometidos por fiscales, jueces y magistrados de tribunales, envueltos en toda clase de desfalcos contra el Estado, en los más diversos carteles, la mayoría con la tutela como instrumento judicial para el delito. Pero el caso de tres ex presidentes de la Suprema envueltos en groseros casos de corrupción es la tapa de la olla. Que la putrefacción haya saltado al más alto tribunal solo hace evidente lo que ya se sabía.
Y claro, no ayuda para nada que el gobierno y las aun sumisas e irresponsables mayorías en el Congreso escojan los magistrados de la Corte Constitucional, no con base en sus calidades y trayectoria, sino sobre la certeza de que le aprobarán al Gobierno cualquier cosa que haga con el pretexto de “la paz”. La tarea de los magistrados de la Constitucional es proteger la democracia y la Constitución, no la de ser serviles a Santos y sus compinches de las Farc.
En fin, por eso estamos como estamos. Es verdad que nada ha vuelto a ser lo mismo desde que el M19 asaltara el Palacio de Justicia y asesinara de manera cobarde a los magistrados de las salas Constitucional y Penal de la Suprema que se aprestaban a aprobar el tratado de extradición con los EEUU. Y desde que la Constitucional decidió sustituir la función constituyente del Congreso, con lo que desplazó el poder político del legislativo a los jueces constitucionales. Pero mucho va de esa discusión sobre los papeles de los tribunales en la democracia a esta inmundicia y podredumbre de corrupción.
El punto es que la reforma es ya indispensable. Y que en ella hay que tocar varios asuntos. Uno, la arquitectura de la rama. De los dos que había en la Constitución del 86 hoy hay innumerables altos tribunales, con un costo altísimo y choques constantes entre ellos. Un único tribunal con una sala constitucional autónoma podría ser un camino que elimine los roces, haga más eficiente y coordinado el trabajo jurisprudencial y baje sustantivamente los costos. Otro, quitarle funciones electorales a los altos magistrados que no solo duran años, literalmente, para ponerse de acuerdo en la escogencia de los nombres para postular o elegir, sino que los han politizado. También es indispensable subir las edades de ingreso y de salida de las cortes, de manera que las más altas magistraturas sean el culmen de una carrera jurídica y no un trampolín para hacer política o para después litigar frente a sus antiguos colegas. Hay que prohibir el salto de magistrados entre los tribunales. Y establecer un adecuado período de veda para el nombramiento de parientes en los órganos de control y en el ejecutivo y el otorgamiento de contratos por parte de esas entidades (Santos enmermeló a varios de la Constitucional). Y es indispensable crear mecanismos para la rendición de cuentas y para el juzgamiento efectivo de los magistrados.
Es indispensable también buscar mecanismos que generen seguridad jurídica y celeridad en los fallos judiciales. Sin ellas, como está ocurriendo, es imposible el buen desarrollo de las actividades económicas del país. Y hay que trabajar con la Constitucional sobre el impacto financiero de sus sentencias, en algunos casos gravísimos, y sobre su jurisprudencia sobre derechos de poblaciones indígenas y afro y consulta previa.
No menos urgente es acercar la justicia al ciudadano por la vía de las casas de justicia y las comisarías e inspecciones de policía. Y es indispensable evaluar la formación jurídica. Hoy hay más del doble de programas de derecho que hace diez años (18.811 de los cuales solo 39 son de alta calidad). No todo es modificaciones institucionales o normativas. De hecho, sin buenos abogados no habrá cambio posible. Como en casi todo, la clave está en las personas.
Es hora de que los magistrados decentes, que son muchos, apoyen de manera decidida estas reformas.
Publicado: septiembre 5 de 2017