Una de las bases de la Carta Mundial de la ONU es la pluralidad que parte de la ciudadanía universal.
Una de las conquistas de la democracia y de la civilización es el respeto por la diferencia en ideas religiosas, políticas o filosóficas. Respeto encarnado en las personas que las profesan, pero sus contenidos si pueden discutirse, inclusive atacarse desde el ángulo de la argumentación y de la palabra inteligente. La persona es respetable, pero las ideas no tienen por qué aceptarse per se, ni siquiera con el “argumento de autoridad” cuando proviene de un profesor, maestro, padre o madre, pastor. Un buen intelectual o científico sabe cuán provisional es su «verdad», su conocimiento o su descubrimiento. En ello consiste la modestia del sabio, no porque lo asista una personalidad agachada, sino que sabe del camino permanente de la ciencia y de la investigación, cual es ir tras nuevos conocimientos que superan los anteriores. Eso no le gusta a los dogmáticos que consideran sus verdades inmodificables, cimentadas a veces en lecturas de textos sagrados que con el tiempo se tornan en fuentes indiscutibles. Es lo que ocurre con obras escritas por humanos ascendidos a santones, tales como Marx, Lenin, Castaneda, Nostradamus.
El pluralismo es hijo de la tolerancia y es medio para la convivencia ciudadana. La tolerancia se aplica a las ideas, a las modas, gustos musicales o actitudes que no sean contrarias a la ley. No puede haber tolerancia con los delincuentes ni criminales. Tolerar o consentir el delito sería complicidad.
El pluralismo marca la diversidad. Por un hecho natural los humanos somos diversos, comenzando por su huella digital, diversos en el ADN como lo señala el genoma. Pero somos iguales ante la ley y somos iguales en los derechos y deberes. La igualdad de oportunidades nace en la lucha genérica por la igualdad de los ciudadanos, sin distinción de sexo, raza, religión o partido.
Una de las bases constitucionales de la Carta Mundial de la ONU es la pluralidad que parte de la ciudadanía universal. Pero así como existe una afirmación constitucional (la Carta Magna colombiana la consagra así, y la mayoría de las naciones la replica), también existe una interpretación “prostitucional” que confunde los derechos universales con las costumbres inhumanas nacidas de las culturas. Mucha gente cree que la cultura es un instrumento de liberación y de autenticidad (la llaman identidad). La historia y la realidad, más aún ahora que podemos entrar y conocer todos los rincones de la tierra, demuestran lo contrario. La cultura, como tradición, es contraria al progreso de los humanos y de los pueblos en muchísimas ocasiones.
Cuando las mujeres de Somalia son sometidas a la extirpación temprana del clítoris por razones religiosas y sexuales, es una costumbre, una tradición, una expresión de la cultura bárbara inaceptable. Lo cual no significa que haya que declararles la guerra a los señores tribales de Somalia por esta cultura. Cuando los indígenas colombianos de cierta tribu ubicada en el Catatumbo, abandona en la selva a niños gemelos recién paridos para que mueran, porque ese tipo de nacimientos es contrario a sus creencias, es una expresión cultural inaceptable, rechazable. Lo cual no significa que se emprenda una cacería de indios (los indígenas suelen también denominarse indios así mismos) para exterminarlos por esa razón. Cuando los talibanes o los yihadistas y sus ulemas, ayatolas o sacerdotes consideran que el mundo occidental debe ser sometido o destruido por mandato de Alá, puesto que somos “infieles” y ellos están designados por sus creencias para imponernos el modelo radical musulmán, es una actitud inaceptable, rechazable, es una acción punitiva de su forma cultural. Quienes proclaman que las naciones, pueblos y tribus son intocables en sus culturas y creencias cuando con ellas se ataca a la esencia misma de la libertad o de la existencia humana y su dignidad, propician, con la defensa a ultranza del multiculturalismo, una sociedad estancada o en retroceso que pretende afianzarse con el abuso sobre los grupos vulnerables, como las mujeres y los niños, con las agresiones a otros pueblos y naciones porque no piensan de manera similar.
Ello también es válido para los espíritus dogmáticos modernos y posmodernos como los racistas y sexistas. Por eso la ley y la razón democrática los combate, la educación los desnuda. El estado pluralista acepta en su seno múltiples culturas, como en Colombia, no enfrentados por las diferencias étnicas, religiosas o artísticas, sino conquistando ciudadanía por iguales partes para conformar un estado plural en ideas, partidos o iglesias. Los colombianos construimos en la diversidad, con apego a la ley. Aspiramos a desarrollar una democracia propia ante la cual deben someterse los disidentes violentos o los extranjeros con misiones contrarias a nuestra cultura.
El multiculturalismo, como escudo antropológico inmutable, llega a constituirse en una justificación de los hechos más aberrantes. Encubre lo más atrasado de los humanos, niega lo político como el espacio donde se resuelven los problemas de la sociedad, la cultura y el poder. En lo político es donde podemos escoger entre la democracia o el totalitarismo, entre un estado liberal o una teocracia. Ese es el peligro de las masas de inmigrantes del mundo musulmán que no se integran a la cultura del país receptor y se convierten en punta de lanza de los terroristas. ¿Cómo distinguir entre el inmigrante sano del inmigrante clandestino o fanático del Califato? Ese es el dilema de las democracias actuales. El multiculturalismo es una amenaza para la cultura occidental. Lo acaba de declarar Holanda.
N.B. Dijo el Papa: “No se dejen robar la alegría y la esperanza”. No dio pistas quién es el ladrón. Pero todos los sabemos.
Publicado: septiembre 12 de 2017