Es verdad, como lo dice el Sumo Pontifice, que en la inequidad está la raíz de los males sociales.
El papa Francisco goza de dos carismas que lo hacen atractivo para nuestras multitudes: el de su oficio como cabeza visible de la Iglesia Católica y el de su propia personalidad.
El primero lo vincula con lo sacro. Para los creyentes, el Papa representa a Nuestro Señor Jesucristo, guía la nave de Pedro, es hombre asistido por el Espíritu Santo y guía de los feligreses. Es un carisma que acompaña de suyo a todos los que ocupan tan elevado sitial e impacta incluso a muchos que no reconocen su sagrado ministerio.
El segundo corresponde a los atributos de su personalidad, que él sabe realzar inteligentemente. Es sencillo, bondadoso, campechano. Atrae espontáneamente a tirios y troyanos. Las mujeres lo encuentran lindo; al hombre de la calle le parece sabio. Él mismo se describe como un «cura de pueblo», quizás al estilo de «Don Camilo».
Las multitudes que convocó en su visita a nuestro país son muestra de su enorme popularidad entre nosotros. Ilustran, además, sobre el vigor de la fe católica en el pueblo colombiano y de la capacidad de movilización que tienen nuestros obispos y párrocos. Es un dato de nuestra realidad cultural que no debe de pasar por alto la casta de incrédulos que se enseñoreado en todos los ámbitos del poder y se empecina en imponer un laicismo que choca con lo más profundo de nuestra identidad espiritual. Colombia es un país católico, pésele a quien le pesare, lo cual no implica que sea intolerante ni clerical.
Pasado el entusiasmo de tan gentil visita, es hora de hacer el balance de sus frutos.
El fervor popular muestra que la gente del común anhela, desde luego, la paz y repudia la violencia. No quiere que las Farc vuelvan a la selva, ni mucho menos a sus crueles andadas.
Desde este punto de vista, nada más oportuno que los llamados del Papa a la reconciliación, a la misericordia, al perdón, a reconocer en todos los que hasta ayer nos confrontamos nuestra común humanidad y emprender el camino de la construcción de una sociedad equitativa en la que todos tengamos cabida.
Unos de ellos corresponden a su vocación de «cura de pueblo» y comprenden admoniciones que a todos convienen para vivir mejor y coexistir armónicamente con los demás. Otros tocan más directamente con la coyuntura en que nos encontramos inmersos y parecen ser tan generales que a unos les parecerán obvios, mientras que otros considerarán que pueden interpretarlos en distintos sentidos y hasta utilizarlos como arietes para descalificar a quienes no sean de su agrado. Pero hay, en fin, pronunciamientos claros y muy específicos, tales como los que se refieren a la verdad y la justicia como condiciones sine qua non de la paz o a la severa condena del narcotráfico, las conductas que generan deterioro ambiental, la corrupción política, las especulaciones financieras o el recurso a la violencia como medio de acción social y de solución de controversias de toda índole.
De lo dicho por el Papa se desprende que hay que alentar un clima de concordia, contra el que atentan las descalificaciones que de un lado o del otro empezaron a producirse a poco de él haberse manifestado.
El Papa no puede ignorar que toda política transcurre en medio de desacuerdos, de confrontación de puntos de vista, de intereses muchas veces contrapuestos. En este ámbito la paz no consiste ni puede consistir en que todos se sumen a las mismas líneas de pensamiento y de acción. Eso no es posible ni siquiera en el escenario espiritual que él dirige. De lo que se trata es de sujetar las controversias a reglas de juego equitativas y confiables para todos.
Creo que este es el sentido de lo que dijo en su discurso en la Plaza de Armas, al manifestar que el orden no puede fundarse en la fuerza, sino en leyes justas aceptadas por todos.
El Papa vino a alentar los esfuerzos que se están haciendo desde distintos sectores para lograr estos que Álvaro Gómez Hurtado habría llamado «acuerdos sobre lo fundamental». Pero fue cauteloso para no dar la impresión de que venía, como lo anunciaron sin mucho tino algunas personas interesadas en extraer de su viaje unos dividendos políticos, a blindar el NAF y promover su implementación tal como está concebido.
Es posible que Fernando Londoño Hoyos hubiera exagerado al afirmar que hay que hacer trizas ese acuerdo. Pero una apreciación serena de los hechos indica que desde muchos puntos de vista es un acuerdo tan defectuoso que no parece excesivo pensar que podría hacer trizas al país. Conviene, en consecuencia, abrir el debate que Santos no dio lugar a que se hiciera previamente a su suscripción para lograr los consensos que se requerían para asegurar su viabilidad.
Si las Farc están animadas por un auténtico deseo de incorporarse a un juego político razonable, lo lógico es que acepten que al NAF hay que introducirle correctivos que limen sus aristas más urticantes. Por ejemplo, la JEP debe convertirse en un instrumento de justicia y no de venganza contra la que ha advertido el Papa. Y su autodefinición como partido marxista-leninista contradice a las claras cualquier propósito de paz, pues esa doctrina predica precisamente la promoción de la lucha de clases y el uso de la violencia tanto para la conquista del poder como para su ejercicio. Et sic de coeteris.
Es verdad, como lo dice el Sumo Pontifice, que en la inequidad está la raíz de los males sociales y que, por consiguiente, el camino de la paz no puede ser otro que el de la justicia y, más específicamente, el de la justicia social. Hay que esmerarse, en efecto, en la construcción de una sociedad más igualitaria que ofrezca al mayor número la mejoría de sus condiciones de vida. Ya lo había dicho el hoy beato Pablo VI:»El desarrollo es el nuevo nombre de la paz». Pero es altamente dudoso que los caminos abiertos y recorridos por el castro-chavismo sean los más indicados para lograr esos objetivos. Como lo dijo Giscard d’Estaing en un célebre debate con los socialistas que lideraba Mitterrand:»Ustedes no tienen el monopolio de la justicia». De hecho, los países que han apostado por la confianza inversionista han sido los más exitosos en el mejoramiento de las condiciones de vida de las poblaciones, en tanto que los que han optado por la vía de un socialismo fuertemente ideologizado no solo han aherrojado sus libertades, sino frustrado su bienestar.
La dirigencia política colombiana debería concentrarse en el examen de las soluciones llamadas a mejorar las condiciones de vida del pueblo, en lugar de estar engañándolo con falsas promesas demagógicas y explotándolo inmisericordemente con abusos disfrazados de «cupos indicativos» y «mermelada». Ese examen debe acometerse al tenor de reglas de discusión racional y no de la gritería, las falacias o los insultos.
Hagámosle caso al Papa serenando los ánimos y abordando con objetividad nuestra problemática social.