Santos, para complacer a las Farc, ha aceptado que el Estado colombiano es cómplice del paramilitarismo. Las consecuencias son funestas.
Mejor no podía explicarlo la columnista María Isabel Rueda: el Estado no puede prohibir lo que ya está prohibido.
El caso aplica para el mal llamado “paramilitarismo”, en referencia a las estructuras armadas ilegales llamadas autodefensas.
En 1965, durante el gobierno conservador de Guillermo León Valencia, se emitió el decreto ley 3398 que contemplaba que “la participación en la defensa civil es permanente y obligatoria para todos los habitantes del país”. En un parágrafo de aquella norma se autorizó al ministerio de defensa para autorizar que los particulares pudieran tener en su poder “armas que estén consideradas como de uso privativo de las Fuerzas Armadas”.
Con base en ese decreto, que estuvo vigente hasta 1988 cuando el gobierno de Virgilio Barco ordenó su derogatoria, el paramilitarismo en Colombia tuvo sustento legal. La norma fue revocada porque con base en ella, los carteles del narcotráfico habían establecido verdaderos escuadrones de la muerte, trayendo al país a mercenarios de otras naciones, como fue el caso del israelí, Yair Klein.
Las estructuras armadas ilegales que le hicieron frente a las guerrillas, que a mediados de los años 90 se reunieron con el nombre de autodefensas unidas de Colombia, AUC, si bien tuvieron respaldos aislados por parte de agentes del Estado, realidad que es insoslayable, jamás fueron un apéndice de este.
Ningún gobierno combatió aquel fenómeno. Ni Gaviria, Samper o Pastrana quisieron entender el daño que las estructuras de autodefensa ilegal le hacían a la democracia colombiana. Aquella apatía, permitió que esa organización, financiada con el dinero del narcotráfico, creciera exponencialmente, al punto de tener presencia en casi todos los departamentos de Colombia y más de 30 mil hombres en sus filas.
Cuando Álvaro Uribe presentó su candidatura presidencial, elaboró un manifiesto democrático de 100 puntos. Uno de esos puntos, el 41, hacía referencia a la salida negociada con los grupos armados ilegales. Para Uribe era viable el diálogo con las estructuras guerrilleras y de autodefensa, sin reconocerles ninguna legitimidad política. Para que la negociación fuera viable se requería la declaración de un cese de hostilidades por parte del grupo armado ilegal al inicio de las mismas.
Ahora, por cuenta del proceso con la banda terrorista de las Farc, se ha planteado un proyecto que busca modificar la constitución para efectos de introducir un artículo absurdo que “prohíbe la creación, promoción, instigación, organización, instrucción, apoyo, tolerancia, encubrimiento o favorecimiento, financiación o empleo oficial y/o privado de grupos civiles armados organizados con fines ilegales de cualquier tipo, incluyendo los denominados autodefensas, paramilitares, así como sus redes de apoyo, estructuras o prácticas, grupos de seguridad con fines ilegales y otras denominaciones equivalentes”. Esto abre un debate de hondo calado.
Al elevar a rango constitucional el “delito” de paramilitarismo, se está preconstituyendo un hecho abominable, en el sentido de que el Estado estará admitiendo una responsabilidad que no fue, no es ni será suya.
Si en Colombia existiera el denominado “paramilitarismo”, no hubiera sido necesario un proceso de paz que condujera a la desmovilización de los grupos de autodefensa, como en efecto ocurrió durante el gobierno del presidente Uribe. Las estructuras paramilitares tienen sujeción a las normas legales y dependen del Estado; cuando corresponde desmontarlas, simple y llanamente se emite un decreto o una norma en ese sentido y se procede a recuperar el material bélico en manos de los particulares.
Aquel no fue el caso colombiano, en el que unos civiles resolvieron apartarse del ordenamiento jurídico vigente para efectos de enfrentar militarmente a la guerrilla, pero también para atentar contra el propio Estado.
Gracias al nuevo artículo constitucional que las Farc impusieron, se sienta un precedente de suma gravedad, pues Colombia está admitiendo que ha promovido el “paramilitarismo”, con las consecuencias que ello contrae, pues los crímenes que cometieron los grupos ilegales de autodefensa serían de responsabilidad del Estado. Así las cosas, todos los presidentes de la República posteriores a Virgilio Barco terminarían sentados en el banquillo de los acusados. Igual suerte correrían los comandantes de las Fuerzas Militares y los directores de la policía.
Como se ve, la claudicación de Santos ante las Farc tiene efectos mucho más delicados que la entrega de unas curules en el Congreso y la vinculación de unos terroristas a la unidad nacional de protección en calidad de escoltas. Con ese artículo constitucional, Timochenko y sus secuaces tienen en sus manos la suerte de Colombia.
Publicado: agosto 15 de 2017