Santos se dejó llevar por el afán de aterrizar en Oslo con el trofeo de un nuevo acuerdo firmado.
La idea era escribir sobre la importancia de la Cumbre de la Alianza Pacífico que acaba de celebrarse en Cali.
Sin embargo, las declaraciones de Enrique Santos contra quienes señalan la necesidad de cambiar los puntos malos del acuerdo Santos-Timochenko, obligan a hacer algunas reflexiones más acerca de lo que ha pasado y de lo que viene en el futuro cercano.
Llama poderosamente la atención que quien, como Enrique, no necesita andar de bravucón, porque tiene buena pluma, y le sobran inteligencia y experiencia, haya escogido el camino de la descalificación pedestre.
Diciendo que Centro Democrático envenenó el ambiente de opinión y calificando la posición del ex presidente Pastrana de cantinflesca, solo le echa más leña a la hoguera que dice querer apagar.
Sería mucho mejor verlo dedicando su capacidad de hacer análisis agudos a auscultar las razones por las cuales el día del anuncio del fin de las Farc, que pudo haber sido verdaderamente histórico, no lo fue.
Lo que pone en evidencia la frialdad con que el país recibió dicha notificación, bienvenida por lo demás, es que millones de colombianos consideran que el gobierno no hizo las cosas como debió haberlas hecho.
¡Esa es la verdad!
No es que la nación no entienda lo que sucedió, ni que le niegue importancia a que ese grupo deje de actuar como organización terrorista.
Lo que ocurre es que, en lugar de unir el país alrededor de un gran acuerdo nacional para la paz, el presidente Santos escogió el camino de firmar por encima de todo, amparado en la tesis mesiánica de que su deber era hacer lo conveniente, no lo popular.
Los Jefes de Estado tienen la obligación de actuar muchas veces así, pero, en el caso que nos ocupa, la cabeza del ejecutivo traspasó la frontera de lo aceptable institucionalmente y desafió la soberanía popular, que ya se había manifestado mayoritariamente contra lo acordado.
Después de ese veredicto, tuvo la oportunidad de edificar un gran consenso, construir los cimientos de un acuerdo sólido y duradero, y congregar a los colombianos alrededor de su implementación.
No lo hizo, le faltó paciencia y mayor reciedumbre frente a quienes, como era de esperarse, se dedicaban a la tarea de exigir, pedir más, amenazar y chantajear.
Se dejó llevar por el afán de aterrizar en Oslo con el trofeo de un nuevo acuerdo firmado con Timochenko en la mano, para exhibirlo frente a la audiencia que lo aclamaría en la fecha fijada con anterioridad.
Recibió, pues, los aplausos internacionales, pudo hacer el discurso que deseaba y tiene en sus manos el Nobel.
Pero, desconoció que el pueblo dijo NO, acabó con la Constitución mediante la incorporación de las 310 páginas del acuerdo al texto fundamental, destrozó los principios del juez natural y de legalidad, que existen para darle seguridad jurídica a los ciudadanos, aceptando la creación de la jurisdicción especial para la paz, puso en peligro la propiedad privada, y, en lugar de cumplir con el deber de darle seguridades al país, lo llenó de incertidumbres.
Por eso no hubo júbilo en las calles el 27 de Junio, día que pudo haber sido, bueno es reiterarlo, verdaderamente histórico.
Las mismas razones explican que los colombianos expresen mayoritariamente malestar por lo acordado en todas las encuestas.
Y si faltara alguna prueba acerca de lo que es el sentimiento nacional, basta con recordar el muy bajo, bajísimo nivel de apoyo, que tiene el Presidente de la República.
Nadie, absolutamente nadie, de cara a tantas evidencias, puede tener la pretensión de insinuar siquiera que el pueblo está equivocado.
Quien se equivoca es otro.
Afortunadamente, gracias a la democracia, lo malo para Colombia se podrá cambiar en el 2018.
Publicado: julio 3 de 2017