Para que los ciudadanos tengan una vida digna es dándole la opción al ser humano extraordinario de lograr sus objetivos.
Siempre intento ser eficiente con mi tiempo en los aviones, razón por la cual trato de no caer en la tentación de ver películas. Intento aprovechar el tiempo para leer, escribir, o dormir. Pero hace unos días pequé y me decidí a ver la película “Lion”, aquella que cuenta la historia de un niño pobre de la India que se pierde de su familia y que por cuestiones de la vida termina siendo adoptado por una familia australiana. Primero, ¡tremenda película! Sinceramente no entiendo cómo no se ganó el Oscar a la mejor película del anho. Segundo, qué baño de humildad el que deja esta producción. Los directores logran mostrar muy eficientemente las realidades de la pobreza extrema de la India, y de la disparidad del ingreso que existe en el mundo.
Un amante del cine con tendencias de izquierda que vea esta película muy seguramente llega a la conclusión de que el mundo NO aguanta más esta disparidad, y que la única solución es implementar políticas redistributivas del ingreso inmediatas, unas como las que propone el economista Thomas Piketty. Un amante del cine derechista, como el que escribe esta columna, llega a la conclusión de que lo único que puede acabar con el sufrimiento infantil en el tercer mundo es logrando que este deje de serlo y se vuelva primer mundo. La única opción que existe para evitar que en la India sigan ocurriendo estas tragedias atadas a la pobreza extrema es la de lograr que cada año se creen millones de nuevos millonarios en ese país, para que estos se decidan a reinvertir su capital.
Mejor dicho, la única forma de acabar con la pobreza extrema en la India, así como lo es en Colombia, es la de darle más y mejores oportunidades a los capitalistas para que cada día se vuelvan más acaudalados y de esa forma se decidan a invertir en la construcción de miles de nuevas industrias, edificios, carreteras, bancos, o cualquier otra labor económica que genere el empleo bien pago que tanto necesita el país.
Esto no es física cuántica. Es sentido común. Como lo he argumentado tantas veces en esta columna, el problema del tercer mundo no es que haya “empresas explotadoras” de trabajadores y del ambiente, sino que no haya suficientes. Es cierto que el salario mínimo de la India y de Colombia es muy bajo, pero esa realidad no es culpa de los empresarios “ladrones” como le gusta argumentar al “cheguevarismo”. El culpable de esa realidad es, entre otras, la existencia de una legislación laboral anacrónica que vuelve prohibitivo el costo del empleo formal, razón por la cual muchos dueños de pequeñas empresas se rehúsan a legalizar sus pequeños emprendimientos.
Estudié economía por una única razón: porque siempre quise poder contribuir a la erradicación de la pobreza y la exclusión de la forma más eficiente posible. Lo crea o no el lector, a mí el dinero nunca me ha movido el piso. A mí lo que me apasiona es la investigación. Los milagros de la erradicación de la pobreza que han visto países como Corea del Sur, Irlanda, China, o Chile no son función de buenas intenciones. No, son función única de la implementación de sistemas económico-sociales que respetan una de las características más indiscutibles de la humanidad: que no todos somos iguales, unos nacieron para ser empresarios y otros para ser empleados. Unos humanos nacieron con capacidades extraordinarias, otros nacieron normales, y la única forma de asegurarnos que los ciudadanos normales tengan una vida digna es dándole la opción al humano extraordinario de lograr sus objetivos.
Publicado: mayo 2 de 2017
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