Juan Manuel Santos, después de 7 años como presidente, resuelve repudiar a la dictadura venezolana. Lo debió hacer desde 2010.
Juan Manuel Santos es un hombre que edificó su carrera a punta de volteretas y traiciones. Su incoherencia es manifiesta. En 1995, conspiró con el jefe paramilitar Carlos Castaño y con el cabecilla de las Farc, Raúl Reyes para darle un golpe de Estado al presidente de la época, Ernesto Samper, quien había llegado al poder luego de pignorarle la dignidad de la Patria a los jefes del narcotráfico Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela. (Para conocer más detalles sobre la conjura urdida por Santos y los jefes de los grupos armados ilegales, le recomendamos que lea “Cuando Santos se reunía con Castaño”).
Para ese complot, Santos contó con el respaldo decidido del desaparecido jefe esmeraldero y narcotraficante Víctor Carranza (Sobre la estrecha amistad entre Santos y el capo Víctor Carranza, lo invitamos a leer “¿Mucha risa, presidente?”).
Como si nada hubiera ocurrido, Santos se dio a la tarea de reencauchar a Samper, promoviéndolo como secretario general de Unasur y nombrándole a su hijo Miguel en importantes cargos del gobierno.
Los áulicos de Santos, lo presentan como un estadista, al que le cabe el país en la cabeza y con ello explican que haya sido funcionario y entusiasta defensor del gobierno de César Gaviria, luego ministro del de Andrés Pastrana y finalmente haya dado el salto para colarse en el uribismo.
La verdad sea dicha, Juan Manuel Santos es, ante todo, un disciplinado exponente de la traición como estrategia para gobernar, enrevesada tesis que han desarrollado los politólogos franceses Denis Jeambar e Yves Roucaute, que aseguran que “no traicionar es perecer: es desconocer el tiempo, los espasmos de la sociedad, las mutaciones de la historia. La traición, expresión superior del pragmatismo, se aloja en el centro mismo de nuestros modernos mecanismos republicanos”.
Con orgullo, Santos ha buscado igualarse con Franklin Delano Roosevelt, calificado como un “traidor de su clase”. El presidente de Colombia, no tiene ningún problema en definirse como un émulo del exmandatario norteamericano cuando se le inquiere por su traición a las ideas con las que fue elegido en 2010.
En aquellas elecciones, Santos se presentó como el candidato continuista del uribismo. Prometió que seguiría conduciendo a Colombia por el camino de la seguridad democrática. Con ello, le sacó el voto a más de 9 millones de personas, a quienes luego defraudó.
La verdadera intención de Santos era la de entregarle la democracia colombiana a la banda terrorista de las Farc, como en efecto hizo a través del nefasto acuerdo redactado con Timochenko y sus secuaces en La Habana, materializando con ello la más escalofriante operación de estafa política de la historia.
Para sentarse a dialogar con las Farc, Santos recurrió al chavismo, aliado y socio de esa estructura narcotraficante. En aras de alcanzar su propósito, no tuvo ningún inconveniente en calificar al sátrapa venezolano, Hugo Chávez, como su nuevo mejor amigo.
Lo curioso es que como ministro de Defensa de Uribe, en más de una ocasión, Santos estuvo a punto de desatar la guerra con Venezuela por cuenta de su virulencia discursiva y los desafíos que frecuentemente le planteaba a la dictadura de aquel país. Ahora sabemos que todo eso era una burda pantomima.
Si no hubiera sido por el apoyo de Venezuela, Santos difícilmente habría podido finiquitar la rendición del Estado ante las Farc. El propio jefe de esa banda terrorista, alias Timochenko, ha reconocido repetidamente que la negociación pudo ponerse en marcha gracias a “la facilitación” del agonizante Chávez.
Fiel a su naturaleza, Santos le erige un monumento a su condición de traidor. Como ya obtuvo de la dictadura de Maduro lo que necesitaba, resuelve patearla diciendo que “hace 6 años se lo advertí a Chávez: la revolución bolivariana fracasó”.
Para nadie es nuevo que el modelo chavista es criminal, perverso y nefasto. No corresponde salir a defender ese régimen corrupto y conculcador de derechos que destrozó a Venezuela.
Lo que resulta inaceptable es que durante cerca de 7 años, Santos haya sido un validador y cómplice del chavismo-madurismo, volteando la mirada frente a los desmanes que han cometido, ni asumido con entereza la defensa de los derechos de los compatriotas colombianos perseguidos, maltratados y deportados por la tiranía mafiosa que rige los destinos de Venezuela.
Y ahora, con la pretensión de hacer olvidar el maridaje nefasto que ha tenido Colombia con la dictadura chavista, en el que la canciller María Ángela Holguín ha fungido como una verdadera subalterna de Maduro, olvidando que ella –al margen de la buena relación personal que tiene con el gobernante venezolano- es funcionaria colombiana.
Esta nueva voltereta de Santos, se constituye en la más clara evidencia del talante traicionero, mezquino, utilitarista y despiadado del presidente de Colombia, quien en el ocaso de su errático gobierno decidió repudiar a Maduro, cosa que debió haber hecho desde el mismo día en que empezó a gobernar.
Publicado: abril 21 de 2017