La corrupción prosperó en nuestro país hasta echar raíz sobre nuestra cultura bajo el modelo de gobierno que promete controlarla mejor.
No hablemos del desconocimiento del resultado del plebiscito del dos de octubre; no hablemos de la inmensa brecha que existe entre el electorado y los elegidos que a duras penas representan sus intereses, no hablemos hoy de la falta de legitimidad de nuestras instituciones gastadas de ineficiencia e ineficacia, no hablemos de la invalidez de la que adolecen las normas en los lugares donde el Estado es aún incapaz de ejercer su soberanía. Hablemos hoy del modelo de Estado. También allí la nuestra es una falsa democracia: nuestro sistema de gobierno es a todo efecto práctico, una monarquía con fechas preestablecidas de caducidad. Nuestro ejercicio democrático llega, si acaso, hasta la elección de nuestros gobernantes, aunque también ese punto ameritaría un debate.
Diferentes gobiernos han sabido aprovechar la debilidad institucional de los otros dos poderes estatales para cometer abusos que contrarían el principio democrático de la separación de poderes que Montesquieu iluminara para el mundo moderno. Hoy, muchos de los problemas estructurales de Colombia encuentran la explicación de su génesis o de su perpetuación en el centralismo y en el modelo presidencialista que ha primado durante nuestra historia.
El fracaso del centralismo amerita una solución verdadera y no la burla que ha sido para la autonomía de las regiones la descentralización. El paternalismo pedante que le motiva y que tan antipático resulta a quienes nos sentimos relacionados con las provincias, ha probado ser además una mentira. El paternalismo ejercido por Bogotá sobre las provincias habría ocasionado la declaratoria de adoptabilidad como medida de protección en su favor, si se tratase en realidad de niños, y cuesta explicar cómo es que regiones como la de San Andrés, o la del Chocó no han dado sus primeros pasos hacia la secesión. El argumento, falaz en todo caso, que ha permitido la perpetuación de ese abandono generalizado y vergonzante que es nuestro centralismo ha sido el cuidado de los recursos públicos que en las provincias se perderían en las manos de los caciques locales incompetentes y corruptos. Pero Colombia es central y es corrupta; la corrupción germinó y prosperó en nuestro país hasta echar raíz sobre nuestra cultura colombiana bajo el modelo de gobierno que promete controlarla de mejor manera.
En cambio, nuestra federalización sí representaría para las regiones una mejoría en diferentes niveles. En el económico, donde tendrían libertad para decidir sobre los proyectos de infraestructura y los convenios que mejor les conviniera de acuerdo a su propio parecer. Se fortalecería la política local porque el electorado tendría que cobrar conciencia en esos lugares donde no existe aún un voto de opinión sobre la importancia de escoger líderes capacitados para manejar la ejecución de recursos y no la súplica de migajas. Cada Estado, -o departamento si conservamos la nomenclatura- ejercería de mejor manera la soberanía de lo que se ha hecho desde las oficinas de Bogotá. Hay una correlación evidente entre los índices de necesidades insatisfechas y la distancia con la capital. Es hora ya de reconocerle a las regiones su mayoría de edad.
La implementación de un sistema parlamentario es acaso igual de importante e igual de urgente para nuestra nación. Parece inconcebible viendo los índices de aprobación de nuestro Congreso, que la solución pueda ser empoderarlo, pero lo es: El control político que en nuestro sistema es una pobre excusa de lo que pretende, permitiría castigar políticamente la incompetencia y la corrupción de manera ágil. La responsabilidad política en un sistema como el nuestro en el que el legislativo es vasallo del ejecutivo o ejerce una oposición derrotada, es una quimera.
El tema amerita una discusión que solo será fecunda en el escenario de una constituyente.
Publicado: marzo 25 de 2017