Especial de ROSARIO CARRIZOSA*
Madrid.
Hace unos pocos meses, tal vez en los albores del verano, fue de nuevo noticia nacional. Los suplementos literarios, las páginas culturales de los diarios de mayor circulación en España, los magazines de televisión y demás programas dedicados a promover el arte y la literatura, se hicieron eco de la última obra de Mauricio Wiesenthal: un sesudo trabajo sobre Rilke, que no tiene desperdicio y que sigilosamente escarba en los laberintos de una personalidad compleja, infranqueable en ocasiones para los que lo conocieron, pero que el autor de “Libro de Réquiems” y “El esnobismo de las golondrinas” descubre en la hondura de su palabra, de su prosa poética. Sólo un observador inteligente, un estudioso en profundidad de la obra y de la turbulenta vida de Rilke, es capaz de desentrañar la pulpa existencial y los claroscuros de colosal poeta y novelista austro-germano al que después de Goethe, se le reconoce como el más importante escritor en lengua alemana.
Es mucho lo que se ha escrito sobre Rilke y su obra, no pocos autores han agotado tinteros intentando acercarnos a su complejo universo, pero quizás fuera Wiesenthal el abanderado de las musas para emprender ese nuevo viaje, para recorrer los pasos del poeta y conseguir con su luminosa pluma una obra maestra que la crítica, como ha hecho con sus otras obras, no ha dejado de elogiar.
“Un canto a la creatividad y a la excelencia frente a la banalidad comercial de nuestros días” (Punzano). “Una verdadera obra maestra. Una antología del buen gusto. Un libro que parece escrito antes de que la historia del arte se detuviera. El mejor libro del año y de las últimas décadas” (Sánchez Dragó). “Una prosa elegante, a veces de tono levemente elegiático en violeta o gris, y otras irónica y apasionada, luminosa y engalanada con una sutil mezcla de egotismo y humildad, que recrea, rememora y rescata a unos personajes inolvidables. (…) Un precioso catálogo de nostalgias. (Babelia). “Un verdadero rara avis de las letras españolas (…) Wiesenthal habla de sus mitos como si contara el cuento de sus vidas; como si confesara algo íntimo que nos pertenece a todos”. (Toni Montesinos). “Creo que yo nunca he leído a alguien tan culto como Mauricio Wiesenthal; tal vez a Jorge Semprún”. (Antonio Martínez Ascencio).
Mauricio Wiesenthal en su biblioteca
Esas palabras de reconocimiento son apenas un abrebocas de todo lo que se ha escrito sobre la obra de Wiesenthal y, en el caso que nos ocupa, su última obra sobre Rilke, se considera como una de las biografías más documentadas que se han escrito sobre este poeta de culto. En sus páginas, Wiesenthal penetra en los laberintos más intrincados de la personalidad del poeta, de modo que se tiene la sensación de que se ha realizado un trabajo de psicoanálisis de tal profundidad que despeja dudas y nos deja certezas. Pero además, en sus páginas aparecen importantes personalidades de la época, que fueron sus amigos, y que el biógrafo encaja con maestría en los ires y venires de la trama.
En una reciente entrevista Wiesenthal dijo de Rilke que “fue un hombre obsesionado por el mundo oculto, por el más allá –la cara oculta de la vida-, por los misterios y los azares de la existencia y por todo aquello que no vemos”. Le llamó “vidente”, porque tenía una percepción especial para penetrar en el misterio. “Sus amigas –pues fue muy amado por las mujeres- decían que era un médium, y que en su presencia ocurrían cosas inusuales; nadie debe extrañarse de que un poeta sea un profeta”. (EFE).
Pues bien, como hemos dicho, en su última obra Wiesenthal devela los misterios de Rilke. Pero, ¿cómo lo ha logrado? Quizá la respuesta está en la propia biografía de Wiesenthal. Sólo un trotamundos como él, igual que Rilke, que conoce más de ochenta países, un hombre con una profunda raíz humanista, profesor de historia que ha colaborado en varias obras enciclopédicas y dirigido otras, sólo un aventurero capaz de sumergirse con rigor en un ejercicio intelectual que garantiza nuestro gozo al leerlo, un poeta con exuberante cultura, conocedor a fondo y admirador de quien fueron amigos de Rilke como Lou Andreas Salomé, Freud, Rodin, Tolstoi, Gorki, Marie von Thurn, Ellen Key, Zuloaga, Stefan Zweig y Romain Rolland, sólo alguien con ese bagaje era capaz de lograr con su creatividad la excelencia y dejar en sus libros una vasta erudición, un manjar para la lectura apasionada de sus lectores.
Por fortuna, hemos tenido el privilegio de hablar con Mauricio Wiesenthal, que nos regaló un tiempo de su apretada agenda para contarnos algunos detalles de “El vidente y lo oculto”, la monumental biografía de Rilke (1.225 páginas), publicada por Acantilado.
– ¿De dónde proviene su interés por Rilke y qué es lo que más destaca de su personalidad y de su obra?
– Creo que, para comprender a un artista, hay que conocer también si vida. Sólo eso nos introduce en su espíritu, en su época y en su propio idioma. El idioma de un autor no es sólo su lengua, sino también la forma original y propia que distingue a cada escritor cuando elabora su lenguaje. Por eso la biografía es un género tan apasionante, al que se le debería dar más importancia. Entre los maestros de la cultura europea, Rilke ofrece al biógrafo la ventaja de tener una vida inquieta y nómada, a veces tenebrosa y a veces brillante, entre apartamentos miserables y palacios fastuosos, amigo de los personajes más influyentes de su tiempo; una vida tormentosa y poco conocida, sobre todo porque su biografía real fue falsificada y fantaseada por su acólitos –más sectarios que lectores- y se creó así la leyenda de un ser angélico y celestial, como un santo franciscano, pero cargada de tópicos y mentiras. Rilke fue verdaderamente el poeta de “lo angélico”, pero su vida es la de un “ángel terrible”, “todo ángel es terrible” escribió. Es fascinante oír su música, pero es tremebundo conocerle. Los espacios celestiales están llenos de estos ángeles de luz y sombra, y no debemos describirlos como angelitos de porcelana, porque no lo son, sino que aparecen también en las tormentas.
– ¿Cómo explica que un hombre incapaz de entregarse al amor, que abandona a las mujeres, se entregue sin reservas a la poesía?
– Todo consiste en una penosa, pero fácil, sustitución. Piense usted en un sacerdote pobre y entregado al absoluto de su oración y su mística. En eso Rilke es un mago auténtico. Rodee usted a ese santo de todas las tentaciones del mundo estético y riquísimo, e imagine que ese sacerdote cumple con todos sus votos menos el de castidad. Rilke era también un hombre pusilánime y muy miedoso. Por eso la figura que resulta de esta biografía es tan contradictoria y, sin embargo, interesante; porque nos permite ver un ser humano en la dimensión verdadera de nuestras tentaciones y no a un miserable y falso superhombre.
– Usted es, sin duda, un ferviente discípulo de Stefan Zweig, y eso se entrevé en su escritura. Tal vez aprendió de él a buscar en las sombras, como sin duda lo ha hecho indagando en la personalidad de Rilke. ¿Qué más le enseñó Zweig y qué es lo que más le seduce de su obra?
– Veo que ha hecho una lectura inteligente y honda de mi obra. Efectivamente, el maestro que marcó mi vocación fue Stefan Zweig. Seguí sus pasos a través de Europa y América, sin olvidar sus viajes a Rusia y a Oriente. Llegué a encontrar a algunos amigos y amigas que le sobrevivieron, y así conocí también las luces y sombras de su tiempo, que es justamente el de Rilke. Pero Zweig representa el pensamiento libre, jamás sectario ni encadenado. Es el espíritu humanista por excelencia –ni ángel ni diablo-, como Erasmo o Montaigne. De él aprendí la lucha del resistir en los ideales. Mi maestro era un socialista de los viejos tiempos, con vocación pacifista e internacionalista, preocupado por los valores de la civilización y de la educación; un valiente luchador contra la injusticia, un defensor de la cooperación social que nos obliga a todos (no sólo a los millonarios que deben pagar impuestos, sino también a los que contribuimos con nuestro trabajo honrado) y un romántico apóstol de la libertad. Zweig me enseñó a creer que cualquier vida humana, por pobre, fracasada o equivocada que parezca, tiene un mensaje que enseñarnos. Y que merece la pena estar con los perdedores y con las víctimas; no sólo por justicia y por caridad, sino para estar bien seguros de que nunca nos hemos puesto de parte de los verdugos.
– En algunas entrevistas que ha concedido, usted ha dicho que no cree en un libro si no lleva buena parte de la vida, del corazón del autor. ¿Eso quiere decir que buena parte de sus obras son autobiográficas?
– No forzosamente autobiográficas, pero sí vividas y sentidas. No soy yo mi mejor personaje; soy un poquitín sentimental, detesto ser “personaje”; cuido sencillamente mi ego porque no soporto a los hipócritas, y si me abandonase a mi instinto por completo acabaría siempre escribiendo la historia de un misionero frustrado. Tengo un libro por publicar, lo arrastro como una cruz toda mi vida, hasta que lo quiera mi editor, que se titula “Chandala, el príncipe desterrado”. Es la historia de un médico que conoce todas las hierbas de la poesía. O sea, la historia de un misionero fracasado en una batalla de caridad.
– Volviendo a Rilke, y luego de su intenso trabajo investigador, ¿en qué se parece Mauricio Wiesenthal a él?
– Probablemente en muy poco. Fue para mí un dolor escribir sobre un compañero que se me iba siempre a donde yo no quería. Pero él me prestó su vida durante unos años para que –viendo sus tropiezos- yo aprendiese a aceptar y a comprender las actitudes que no me gustan. En los seres humanos, incluso en los que más discuten, puede haber siempre una complicidad oculta. También yo tengo una pasión absolutista por mi vocación de escritor. No soy un santo, pero hay algo que me diferencia radicalmente de la actitud de Rilke ante la vida: compenso una parte mínima de mis errores entregándome con pasión, con lealtad, y por completo.
Wiesenthal, recibiendo la medalla «Bellas Artes» de manos del Rey de España, el pasado mes de enero
– En su libro también retrata la etapa de la cultura europea en la que surgen los nacionalismos. Arte y pensamiento emergen en grandes personalidades que conforman el intelecto, la bohemia y el encanto de una época. Por sus páginas asoman figuras como Rodin, Valéry o Zuloaga, entre muchas más. Si comparamos ese momento de la cultura europea con el que vivimos en la actualidad, ¿siente usted que se ha perdido el esplendor de aquellos días?
– Dos guerras mundiales forman el horizonte demoniaco de aquel tiempo. Pero en ese escenario de dolor y de trabajo, de injusticia y de fuego, se dieron muchas vidas entregadas a causas más idealistas que las recompensas materialistas que son el motor de nuestro tiempo. El materialismo lo ha invadido todo. Tiene un sabor dulce para los que viven en el paraíso. Desde esos jardines se gobierna hoy el mundo. Incluso dicen que allí han nacido dos hermanos y que uno odia al otro. Por eso merece la pena vivir fuera de ese paraíso, para oír otras voces, trabajar honradamente en ganarse el pan, enamorarse, entregarse y tener hijos, con las preocupaciones que trae el amor…Ya ve que mis maestros me enseñaron a no creer en el paraíso. Por eso pienso que debemos volver a la vieja escuela de la civilización.
– ¿Encuentra hoy algún intelectual, algún escritor de talla universal, equiparable a los grandes de otros tiempos?
– Sin duda alguna los hay. Son fáciles de reconocer, porque mantienen la exigencia de belleza y los ideales de los viejos maestros. Pienso, de todas formas, que ésta es una época más rica en vidas entregadas y heroicas que en literatura. La intelectualidad se ha vuelto racionalista y sectaria. Nadie puede fabricar escritores. El escritor se hace entregándose a la vida. No hay otra escuela literaria que la vida. La Universidad puede dar una buena herramienta para ser un estudioso. Pero el talento es cosa del alma. Los franceses lo llamaron siempre “l´esprit” y no hay mejor palabra. El espíritu. Si me permite, como soy cristiano, el Espíritu Santo.
– ¿Está trabajando en una próxima publicación y, si es así, puede adelantar algo sobre el tema que va a tratar?
– Mi editora, Sandra Ollo, ya tiene en Acantilado mi próximo libro. Es un ensayo sobre todo lo que compartimos los pueblos que hablamos español. Yo creo en la patria del idioma, y compartir una lengua me parece una fraternidad mágica y maravillosa.
– Usted es el trotamundos por excelencia. ¿Qué ciudades lo han marcado y por qué? Me gustaría que citara especialmente una a la que siempre habría de regresar y la razón de ese regreso.
– Ya se imaginará, conociendo mi obra, que me han marcado muchas ciudades, o incluso paisajes y rincones muy modestos. Sería más fácil decirle que no me gusta especialmente Nueva York (gente en ascensores). Adoro los lugares de mi juventud: el Danubio, Viena, Roma, París, Nápoles (con su isla de Capri, que es como un barrio náufrago donde aprendí a amar y a cantar). El mar, todo el mar, ¿puedo citarlo como un lugar amado? ¡Hay tantos lugares que adoro! Pasé mi infancia en Cádiz y por eso soy también medio americano. Jugaba de pequeño junto al monumento de José Celestino Mutis y comprenderá por qué me siento hoy tan colombiano. El alma se construye en la emigración, y tengo una patria extensa. Pero si quiere que le diga sólo una ciudad, me quedo con Venecia. Es para mí como un amor vicioso y enviciado. Adoro su forma de aparentar que está triste, abandonada y sola, cuando tiene más amantes que ninguna otra. Me gusta su forma de despertar como una rosa, y la manera cómo se duerme cansada en la madrugada. Me rompe el corazón cuando es caprichosa como una niña, presumida como una muchacha, dulce como una mujer que lo comprende todo. No dice sábana ni lenzuolo (en italiano), sino nizziol o nezzuol en su dialecto, y según le viene en gana. Mil veces le he dicho muy enfadado mi último adiós y regresaría a morir en sus brazos.
– Otro de sus escritores preferidos y de sus grandes maestros es Tolstoi. Es evidente que su admiración por él, sobre todo en su personalidad mística, en su fuerza interior y espiritual, además, claro, de en su inmensa capacidad literaria. Como experto en Tolstoi, ¿cómo define no sólo su obra, sino su curiosa personalidad y su legado?
– Tolstoi era más que un escritor. Era un profeta y nos anunció los horrores que cometería el mundo capitalista y materialista. No se equivocó. Hay una enseñanza suya que me marcó: “Lo importante no es creer en el más allá, sino darle a nuestra vida un sentido tal que la muerte no nos lo pueda arrebatar”.
– Usted tuvo el privilegio de conocer a grandes y representativas figuras, como Coco Chanelo Jean Cocteau. Y en el caso de Tolstoi, a su hija Alexandra. ¿Cómo conoció a estos personajes?
– A Alexandra (Sacha en su familia) la conocí en Estados Unidos, cuando ella se ocupaba de una fundación que ayudaba a los emigrantes rusos. Mi forma de llegar a todos ellos fue muy sencilla y debo decir que me acogieron siempre bien. Desde mis veinte años colaboro en la prensa. Eso me permitía presentarme como joven periodista para hacer una entrevista a los personajes que yo admiraba. Así conocí a Paul Morand, a André Maurois, a Ionesco, a Cocteau. Conocer a uno me abría las puertas de la casa de otro. Fue Paul Morand quien me presentó a Gabrielle Chanel. A todos les hice sus entrevistas y quedaron contentos con que un joven idealista y algo ingenuo les sirviera de difusor de su obra en el mundo de habla hispana. Con algunos de ellos llegué a un trato más duradero. Puede comprender que yo era un muchacho y sentía mucho respeto por el tiempo de mis maestros. No me consideraba, como algunos alumnos pedantes que hoy adoptan una actitud despectiva ante sus mayores, en disposición de juzgarles. Sencillamente, no buscaba a los que no me interesaban y dirigía mis pasos a los que yo consideraba que podían enseñarme algo de provecho. Pero lo anotaba todo en mi corazón para entregárselo luego a mis lectores. Ya le he dicho que si algo me distingue es mi capacidad de trabajo, desde que era muy jovencito. Cuando me dieron la Medalla de Oro de Bellas Artes en España, pensé enseguida que la única medalla por la que yo puedo competir con cualquiera es la Medalla del trabajo. Y estoy orgulloso de ello. Ahora veo que algunos señoritos indolentes me miran pensando que yo debía ser muy rico –como un millonario extravagante- para viajar así, tras los “grandes personajes” como si mi juventud hubiese sido el “grand tour” de un niño mantenido por sus papás. Los niños mantenidos – y ahora son muchos- no buscan precisamente maestros ni consejos, sino que tienen ídolos y se gastan el dinero en otras cosas. Yo me ganaba hasta el último céntimo, como me lo sigo ganando hoy con mi trabajo. Nunca recibí una ayuda, ni una beca, ni un premio que me permitiese pagarme un pan. Escribí, hice fotografías que vendía a la prensa, cantaba en los cafés, daba clases de esgrima, hice de actor. He hecho todos los oficios en el mundo de la edición, desde corrector a director editorial, he dirigido varias revistas, he escrito cien libros, aún colaboro como enólogo con algunas bodegas, y siempre me he ganado la vida como he podido, peor que mejor. Me enseñaron a perfumarme y a vestirme bien limpio cuando ayuno, sobre todo cuando ayudo, porque hasta con lo poco he podido afortunadamente ayudar. A algunos de esos maestros a los que yo seguía no los llamaban “grandes” cuando fui a buscarlos. A Paul Morand le tenía vetado para la Academia Francesa el general De Gaulle. A André Maurois le consideraban un intelectual de derechas. Y a Vintila Horia le habían quitado el Premio Goncourt, después de concedido, porque un miserable llamado Jean Paul Sartre había intrigado contra él. Horia era un intelectual dogmático –lejano, por tanto, a mis ideales- y evolucionó hacia posiciones conservadoras muy extremas, pero su mayor “pecado” era entonces que se había exiliado del régimen de Ceaucescu, el dictador comunista –un auténtico criminal- a quien Sartre rendía pleitesía, porque el oscuro filósofo de la gauche divine era un ideólogo sectario. He conocido a muchos aprovechados de este género y, lo más terrible, es que vuelvo a encontrar ese tono entre los intelectuales, bien nutridos y mantenidos por la Vaca Sagrada del Estado. Entre todos ellos, unos a la izquierda y otros a la derecha, yo fui siempre de Camus, que era un hombre libre. Detesto a los intelectuales doctrinarios y, aún más, a los que escalan posiciones y se reparten dinero e incienso, beneficiándose de las banderías académicas. Ese fue mi único mérito, si tuve alguno: trabajar libremente y seguir a mis maestros, leyéndolos y honrándolos, mientras en mi entorno se dejaban embelesar y adoctrinar por los ídolos que brillaban en el momento (arropados, como hoy, por la propaganda oficial). Lo importante no es llegar a un maestro. Lo que importa es saber de quién podemos aprender.
– Además de vivencias, como bien nos ha dicho antes, ¿existe otro referente que sea un común denominador en sus obras?
– Digamos, para resumir, que en mi obra hay un collar y un hilo. El collar lo forman muchos recuerdos que encontré en mi camino, naturalmente, después de haber andado mucho y de haberme enamorado de muchas cosas. El hilo que ensarta esas historias es mi vida. Y ese hilo tampoco es mío, porque me lo cortará Dios el día que quiera disponer de lo suyo. Deseo que sea un hilo que le valga para su maravillosa fábula de creación, y que, cuando ensarte las gotas de su rocío, riegue a otros, como a mí me ha regado.
– ¿Qué opinión tiene de Colombia y cuál es su cercanía con estas tierras?
– No hay otra justificación que el amor. Siempre me he sentido muy cerca de Hispanoamérica, porque compartimos culturas y lengua. Y, para un escritor, la patria es el idioma. Desde el primer día que llegué a Colombia y desembarqué en Cartagena, me sentí en mi tierra.
Luego me enamoré de Bogotá y de sus alrededores, que son lugares benditos. No puedo olvidar las horas que he pasado en Arteletra, donde mi amiga Adriana Laganis ha creado el paraíso de los libros más hospitalario y bello que conozco en América. Es una isla feliz en medio del ajetreo febril y atareado de la capital. No hay tormentas, sino rumor de hojas (páginas escritas) y el susurro incansable de la literatura. De los libros vienen voces, confesiones, fábulas, leyendas. Me siento delante de una taza de café colombiano y los libros vuelan por aquella luz encantada. Un café bueno dura catorce versos, como un soneto.
Adoro la cocina colombiana, las canciones colombianas, las frutas colombianas, los paisajes extraordinarios de esta tierra, las artes y los sueños del alma colombiana. Venero a la gente sencilla de este país, y encuentro en su educación y en su finura todo aquello que me enseñaron mis mayores. Todo me habla con la lengua de mi infancia, quizás porque viví de pequeño en Cádiz, y en mi fantasía –yo era un niño quimérico y fantasioso- hablaba con el mar y escuchaba a los viejos gaditanos que cantaban canciones colombianas (cantes de ida y vuelta se les llama allí) o relataban historias del Magdalena, que parecían salidas de la pluma de José Celestino Mutis. Todavía mis sueños son colombianos y antiguos: pueblos de hierba, laguna y musgo, difíciles de distinguir porque están enredados en cortinas de hiedra y de lianas. Se me pintan así los recuerdos cuando pienso en Colombia.
Nota: Rosario Carrizosa, es una escritora y novelista colombiana, radicada en España y trabaja para la editorial Politécnico Grancolombiano. Es autora de «Diario de una ilusa» y ha colaborado con distintos medios de comunicación, con artículos culturales.
Publicado: marzo 11 de 2017
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